Por Atilio Borón
Una de las discusiones más arraigadas en el campo de los estudios políticos gira en torno a la identificación de las marcas distintivas de un buen gobierno. Un punto de partida es que este debe ser la expresión de la soberanía popular, es decir, democrático. Ese y no otro es el significado del término, acuñado en la Grecia clásica hace unos 2.500 años amalgamando el «demos», pueblo, con el «kratos», el poder. En otras palabras, un buen gobierno es el que tiene al pueblo como su gobernante. Pero Abraham Lincoln agregó dos importantísimas condiciones para completar la definición de democracia: aparte de ser «del pueblo» el gobierno debe también ser ejercido «por el pueblo y para el pueblo».
Desde este punto de vista, la cuestión de la democracia adquiere una renovada complejidad. La versión liberal en todas sus variantes, desde las formulaciones decimonónicas de un John Stuart Mill hasta las alucinaciones de los libertarianos y los anarcocapitalistas del siglo pasado, consagra como democrático a cualquier Gobierno surgido de elecciones honestas y basadas en el sufragio universal. Esto era una suerte de artículo de fe, una premisa silenciosa e indiscutible, en las ciencias sociales de los años 50 y 60 del siglo pasado.
Esta cuestión, la de la legitimidad de ejercicio, nos enfrenta al problema de qué hacen y como gobiernan los Gobiernos. No porque su legitimidad de origen sea irrelevante, sino porque es insuficiente. Una forma muy concreta de ponderar la legitimidad de ejercicio de un Gobierno radica en el examen del presupuesto fiscal. Esto exige responder a preguntas tales como de dónde extrae sus recursos el Gobierno, es decir, la naturaleza de su régimen impositivo. ¿Reposa sobre las grandes fortunas o los sectores de mayores ingresos o lo hace sobre asalariados, pensionados y consumidores, por la vía de impuestos indirectos? ¿Cuánto gasta y cuáles son las prioridades del gasto público? ¿Cuáles son las áreas a las que se les asignan los recursos y cuáles las que quedan al margen de la preocupación gubernamental?
A la vista de estas consideraciones, la Argentina actual tiene un Gobierno en donde la dimensión lincolniana de la democracia, eso de «para el pueblo», brilla por su ausencia. Si a ello se le agrega el total desapego del primer mandatario por las formas que hacen al debate democrático, por la necesaria tolerancia ante el disenso, su incontrolable propensión a incurrir en toda clase de exabruptos y a proferir groseros, a veces soeces, insultos contra críticos y opositores es fácil concluir que, a poco más de cuarenta años de reconquistada la democracia, la Argentina actual se está alejando velozmente de ese modelo.
Las políticas del presidente, plasmadas en el presupuesto de la nación, así como su intemperancia y su iracundia, dibujan los contornos de una entidad política claramente incompatible con la democracia: una plutocracia, gobierno de los ricos, por y para los ricos, y para colmo con un formato marcadamente autoritario. Sintetizando: a través de un insólito e imprevisible sendero estamos transitando por una ruta que desemboca en una feroz dictadura del capital.