Milei y lo que la política no ve

Ahora está Milei y las encuestas empiezan a hablar ya de tres espacios competitivos. Me sigo permitiendo dudar, pero de repente llegan números sorprendentemente buenos de Milei en distritos importantes donde ni siquiera tiene un candidato, y se impone un prudente beneficio de la duda. Ahora bien: ¿es la competitividad de Milei lo más importante, o se trata simplemente del síntoma de algo un poco más complejo?

El fenómeno Milei se explica por tendencias más o menos planetarias y algunas particularidades locales. Empezando por estas últimas, no debemos olvidar que Milei es un producto televisivo desde su extravagante cabellera hasta su generoso repertorio de exabruptos. Es política del espectáculo en el mejor y en el peor sentido del término, y un consumo irónico de los sectores biempensantes. Sin embargo, a pesar de ser tan radicalizado como muchos de los asiduos economistas que visitan los canales de siempre, Milei agregó, además, voluntad de poder, pasión, desacartonamiento y un ideario en línea con una nueva derecha que lo ha ido puliendo con el tiempo.

En este sentido, es parte de esa tendencia general que opera en casi todos los países y que muestra el surgimiento de figuras, en muchos casos outsiders, que irrumpen en la escena ante el giro radical de la agenda de izquierda y progresista hacia las minorías, giro en el cual sucumben incluso partidos que históricamente se han jactado de ser representantes de mayorías. En un juego casi aritmético: si solo se le habla a las minorías y el Estado solo interviene cuando un individuo puede alcanzar el estatus de víctima de algo, es natural que las mayorías sientan que la clase política no los representa.

La tendencia venía de tiempo atrás, pero la pandemia la hizo demasiado evidente. Allí, el oficialismo, el que supuestamente conoce el territorio, de repente se dio cuenta que había 10 millones de tipos que ni siquiera estaban registrados en el sistema como beneficiarios de un plan. Ya no era la famosa cultura “planera”, esas generaciones que no han visto trabajar a sus padres. Era una cultura que está por debajo de ella, para la cual hasta un plan con un estipendio miserable es un privilegio. El que recibe al plan todavía está bajo el paraguas del Estado, al menos agarrado de su dedo meñique. Pero hay casi un 20% de argentinos que el Estado no sabía que existían. A eso agreguemos los que reciben planes y una clase media cada vez más al límite, y allí comprenderemos por qué una mayoría de los argentinos considera, como indicaría Milei, que el Estado es un problema, sea porque no llega, porque llega poco o porque jode demasiado cuando podés asomar un poco la cabeza.

Pero volvamos a esos “10 millones” que “aparecieron” en la pandemia. Estos no habitan el famoso “territorio”, el lugar donde supuestamente el peronismo y los movimientos sociales interactúan y construyen con “los de abajo”. La razón es que el territorio supone categorización, un espacio delimitado y ordenado. Y lo cierto es que el territorio explotó por todos lados y venía explotando incluso en los buenos años kirchneristas. En este espacio no hay organización sino, en el mejor de los casos, átomos del rebusque con trabajos de mierda, a los cuales no se puede interpelar hablando de los logros del 2010, la patria grande y un “no” al FMI; y los que no tienen la suerte de tener ese trabajo, aunque más no sea de mierda, acaban siendo carne de cañón del narco, la organización que se extiende en la desterritorialización, allí donde los papers de la facu y las redes del Estado no han llegado.

El celular, que para los duranes barba de la vida, “Primavera árabe” mediante, era la herramienta de liberación de la juventud contra los autoritarismos, y que para la militancia vernácula era el vehículo de la guerra de guerrillas comunicacional contra el lado Magnetto de la vida es, para este sector invisibilizado, la excusa para ser robado o la posibilidad de ser repartidor de Rappi. No mucho más.

A este sector ni siquiera les llega la ley. A los más porque no los protege de la inseguridad, pero tampoco a los menos que acaban  delinquiendo, lo cual no siempre es la mejor noticia. Es que la policía es un enemigo real pero ser pasible de caer dentro del sistema penal es una forma de “estar” en el sistema. Aun con la vulneración de derechos en la forma de violencia institucional, caer preso supone un calvario pero “dentro” del sistema, ser un número al que se le conculcan derechos pero un número al fin, una existencia. Aquí se está fuera del sistema. Por eso, no hay nada que perder y todo el que de alguna manera está dentro es visto como un privilegiado.

En este panorama, la vieja y la joven política dice en la tele y en la red social de moda que con Milei viene el caos y que con la derecha viene el ajuste. Tienen razón, claro, pero lo dicen como si vivir con más de 100% de inflación no supusiera una forma del caos y el ajuste. Lo cierto es que nadie parece entender la sociedad que debe gobernar. Unos la desprecian; los otros creen que la van a cambiar universalizando cursos de capacitación.

Y allí suben al ring a Milei. Ojalá fuera una estrategia. Pero en el Frente de Todos parece más por una mezcla de pereza y pánico moral; en la izquierda lo harán porque no toleran que alguien les dispute el monopolio de la rebeldía; y en Juntos por el Cambio quizás porque busquen terminar a los abrazos…

Siendo mediados de abril, sigo considerando dificilísimo que en un sistema electoral como el nuestro y en un territorio tan vasto y complejo, una fuerza unipersonal pueda hacer pie electoralmente existiendo dos grandes megaestructuras nacionales.

Pero la política, o por qué no decirlo, la casta política, cada vez centra sus mensajes en un sector más concentrado de la población, obviando que hay millones de argentinos a los que el Estado, o bien no ve, o bien le pone trabas en una jungla en la que quienes deben gobernar se han transformado en espectadores indignados que libran su batalla cultural por Twitter.

En este contexto, aun pecando de irresponsable, podría decirse que el hecho de que Milei llegue a la segunda vuelta sería, en un sentido, lo menos importante.

Por Dante Augusto Palma.