El cruce literario entre Uruguay y Argentina no es nuevo y lleva una existencia originaria común: el imaginario poético y literario de ambos países hermana a sus habitantes y escritores, pero esas corrientes y narrativas se han ido actualizando. De la visión idealista, de la visión como el doble que no ha sido, algo de eso menciona el escritor y docente de teoría literaria Martín Kohan cuando se le consulta. Puesto a germinar, a pensar, el autor de Bahía BlancaCiencias MoralesConfesión y ¿Hola?, un réquiem para el teléfono, entre una veintena de libros que podrían enumerarse, atribuye a la noción de “exilio” o “cruce”, el puente que unifica su propio imaginario literario entre dos orillas.

En un artículo publicado en 2006, la argentina Marta Inés Waldegaray, doctora en Letras y catedrática de la Universidad de Reims, señalaba la presencia de dicho imaginario en la tercera novela de Kohan, Los cautivos, en la que se reproduce el exilio de Esteban Echeverría en Uruguay. Y no sólo eso, sino que revisa aquello mismo con lo que Kohan insiste: la idea de Uruguay como un sitio para estar a salvo, a gusto y, a la vez, que funciona como espejo.

Eso, que también aparece en novelas noventosas como El aire, de Sergio Chejfec, o en El Dock, de Matilde Sánchez, entre otras, es la noción que Kohan establece como fuga y que, dirá en diálogo con la diaria, no opera en otros exilios vecinos como los de Juan Bautista Alberdi o Domingo Faustino Sarmiento en Chile.

“Hay algo de cercanía en Uruguay respecto de Buenos Aires, que es donde vivo, la idea de que podría haber sido Argentina. Podría haber sido: y eso significa que la escena de la independencia uruguaya es la decisión de no ser Argentina. Eso que pudo haber sido –y en más de un momento uno dice: ‘Salió mejor de lo que salió Argentina’– produce ese efecto y constatación de lo que no somos y pudimos haber sido. Y eso se observa en la fascinación, no sólo de gente de izquierda, con [José] Mujica. Se fascinan por su humildad y acá se fascinan con el dueño de Sevel”, señala Kohan desde el otro lado del río con su propia fascinación por Montevideo y con su amor por Colonia y Paysandú.

No son los únicos sitios que emergen en la literatura argentina contemporánea, que sigue anclando en Uruguay más de una vez. Hay dos ejemplos bastante recientes después del montevideano La uruguaya, de Pedro Mairal –que de tanto espejarse acabó por afincarse en Montevideo–; dos novelas igualmente desencantadas, es decir, que rompen con el idilio argentino-uruguayo: La viuda del Diablo, de Romina Tamburello, que sucede en Punta del Diablo, y Castillos, de Santiago Craig, que está situado en la ciudad rochense. Son dos ejemplos entre tantos otros.

Ese desencanto o desromantización -neologismo útil para el caso- es lo que explica Hernán Casciari en charla con la diaria: “Pienso mucho lo que piensa Mairal en La uruguaya: que nosotros tenemos un imaginario muy optimista respecto de los uruguayos y que los uruguayos tienen un imaginario mucho más negativo de los argentinos. Pero hay un vínculo mucho más consolidado en la izquierda argentina, aunque la derecha lo disfruta mucho desde Punta del Este”.

No soy de aquí ni soy de allá

En algo todos y todas coinciden: en el amor, desde pequeños, por aquella literatura rioplatense que supieron consumir. Hablan de Mario Benedetti, de Felisberto Hernández y también de otras señales del pop uruguayo: de Jaime Roos tocando en Argentina, o de Hiperhumor, que recupera Casciari en su imaginario evocativo: “Lo primero que supe de Uruguay fue a través de Benedetti, con una recopilación de varios cuentos que se llamaba Montevideanos y que estaba en la casa de una vecina que me cuidaba. Más tarde conocí a Felisberto, a Juan Carlos Onetti y seguramente a Horacio Quiroga, aunque nunca lo vi como uruguayo”.

Tamburello también inició su vínculo literario con tierra oriental a través de clásicos como Benedetti, a los que sumó la experiencia de la lectura de Mario Levrero y Eduardo Galeano. Sin embargo, su enamoramiento llegó cuando en un viaje decidió instalarse en Punta del Diablo, comprar un terreno y hacer un hostel con su exmarido, que entonces no era ex. La historia es mejor en el libro, así que hasta acá llegamos. “Creo que hay un enamoramiento que tenemos les argentines con Uruguay, es un amor no correspondido”, advierte Tamburello en línea con la idea de Mairal y Casciari. Y añade: “Hay algo de la simpleza, la tranquilidad y el ritmo que nos encandila; por el contrario, la argentinidad es algo que a les uruguayes les repele”. Pese a que su libro escapa al relato idílico de la experiencia argentino-uruguaya, la propia autora se reconoce aún encandilada. En los últimos meses pasó dos veces -por Montevideo y por Rocha- para presentar su libro.

Para Craig hay menos magia o, quizás, la magia es lo que lo ha cautivado. Su novela ocurre íntegramente en Castillos, donde construyó un universo que se alineaba más a su propio imaginario infantil anterior a conocer Uruguay, cuando leía a los mismos Onetti y Hernández e imaginaba “que llovía mucho, había perros sueltos, fantasmas, que la gente hablaba lo justo y que pasaban, sobre todo, cosas raras que se asumían naturales”, y observaba a Uruguay como “una especie de espejo caprichoso” en el que los argentinos se miraban para verse “a la vez otros y nosotros”. En su novela, mientras la familia veranea en busca de la placidez que les permita sobrellevar la incertidumbre de la mediana edad -esa que conlleva matrimonio con frustraciones, hijes en crecimiento y las preguntas alrededor de ese universo-, cierto cúmulo de misterio se aglutina en torno al pueblo: robo y oscuridad en un ambiente que, los uruguayos lo saben, puede ser mucho más que simple reposo estival.

Ese universo está reconstruido con sutileza por Craig, que ha sabido veranear en Cabo Polonio, La Pedrera, Punta Rubia y otros sitios. “En uno de esos viajes, de casualidad y por un tema de horarios y tormentas, tuvimos que pasar la noche en Castillos -explica ahora, puesto a reflexionar ante este medio-. El recuerdo es turbio, brumoso, dormimos en una pieza de alguien, alguien nos llevó en una moto, casi no había luz, ni mucha gente. No volví a ir y me quedé con esa idea del lugar. Entonces, Castillos también fue más idea que experiencia, más algo inventado que pegado a su referencia real. En la novela describo eso, un Castillos que me invento, no uno verdadero. Sí, es cierto que muchos uruguayos me indicaban no ir, no pasar, no acercarme. Me lo decían más que nada, yo creo, porque asumían que ahí me iba a aburrir, pero yo lo tomé como una advertencia de algo siniestro, porque me sirve más eso para escribir”. Lo que no sabe o no menciona Craig es que Rocha es uno de los sitios con más casos de suicidios en un país en el que la tasa ya es alta en comparación con la región y el mundo. Y Castillos es uno de los sitios más golpeados por esos problemas vinculados a una situación acuciante en materia de salud mental. Es calmo, pero no tiene paz.

Y ese sentido siniestro sí lo ve Craig, aunque le resulte “cómodo y familiar”, porque asocia esa extrañeza al propio acto de escribir: “Hay, me parece, una idea de serenidad asociada a Uruguay, en muchos argentinos. La impresión de que el tiempo allá se mueve de otra manera. Yo creo que eso es un prejuicio más bien porteño o de las grandes ciudades. Yo tengo una forma propia de ver a Uruguay y es eso, sólo una idea mía. Lo veo como una especie de lugar de paso entre el nosotros y lo otro, entre lo propio y lo ajeno, entre estar en mi lugar y estar en algún otro lado. En ese sentido, representa lo siniestro para mí: lo familiar y lo cercano puesto junto. Una sensación de extrañamiento”.

Entre les escritores argentines que no sólo pensaron y leyeron a Uruguay, sino que atravesaron la frontera en forma permanente, también están Manuel Soriano y Mariela Peña, que además de dar talleres literarios en Escaramuza y dirigir el centro cultural Guarida, junto con Alicia Escardó, empezó a involucrarse en el terreno literario local e incorporó sus textos a sus talleres. Su vínculo con Uruguay empezó en 2018, cuando viajó para presentar sus libros en la Feria del Libro de Montevideo y comenzó una amistad con la gente de la editorial Criatura. Luego se fue quedando y ya no regresó.

El cruce, el espejo, el puente, la calma, lo mágico, lo siniestro, lo propio, lo ajeno, lo que pudo ser y lo que aún no ha sido: todo eso recomponen los distintos análisis y escritores argentines al escribirse y pensarse con relación a su literatura y a Uruguay. Un camino en dos direcciones que tiene un principio pero en el que no se vislumbra nunca un final.