La supuesta “épica del ajuste exitoso” es una construcción narrativa: un decorado estadístico que no logra ocultar que millones de argentinos siguen viviendo al borde del abismo económico.
El Gobierno exhibe como trofeo la fuerte reducción de la pobreza registrada por INDEC Argentina y UNICEF entre 2024 y 2025. Sin embargo, detrás de ese número que brilla en las conferencias de prensa se esconde una realidad menos fotogénica: un país exhausto, con salarios pulverizados, consumo en caída libre, informalidad récord y hogares que dependen de ingresos sociales cada vez más desvalorizados para poder comer.
El termómetro oficial marca alivio; la temperatura social marca frío glacial.
La administración de Javier Milei es rápida para presentar la caída del 52,9% al 31,6% de pobreza como una proeza técnica. Pero los números no cuentan la historia completa: el descenso no surge de una mejora de las condiciones de vida, sino de un frenazo abrupto de la inflación producto de una recesión deliberada, del derrumbe del consumo y del rol silencioso –aunque decisivo– de las políticas redistributivas que el propio Gobierno desprecia.
La metáfora es simple: el país parece un enfermo que deja de empeorar y el Gobierno lo celebra como si hubiese recuperado la salud.
Antes del experimento libertario, la pobreza ya era alta. Después del shock inicial, se convirtió en un terremoto social. La devaluación monumental, los recortes y el ajuste heterodoxo dejaron a casi 25 millones de personas bajo la línea de ingresos básica y empujaron la indigencia a niveles que no se veían desde principios de siglo. Familias que vendieron bienes para comprar comida; jubilados cuyo haber quedó debajo del costo de subsistencia; comedores que colapsaron frente al hambre masivo.
Comparar los números actuales sin considerar esa devastación previa es un ejercicio de negación: si uno hunde un barco y luego saca a algunos pasajeros del agua, no puede presentarse como salvavidas heroico.
La inflación desaceleró, sí. Pero lo hizo por la vía más regresiva: la caída brutal de la actividad. No se trata de estabilidad, sino de anestesia. Con salarios devaluados, alquileres impagables y paritarias que ni de lejos recuperan lo perdido en 2024, el consumo se desplomó y las góndolas se abarataron porque la gente compra menos, no porque viva mejor.
Argentina no está creciendo: está aguantando la respiración.
El dato que el oficialismo se niega a pronunciar es que la reducción de la pobreza en 2025 se sostuvo principalmente en dos herramientas que el Gobierno no diseñó, no reconoce y que incluso mantiene congeladas: la Asignación Universal por Hijo y la Tarjeta Alimentar. La AUH alcanzó su mejor valor real desde 2009 y la Tarjeta amplió cobertura a adolescentes, transformándose en el dique que evitó una indigencia mucho mayor. UNICEF lo dijo sin rodeos: entre 1,7 y 2,5 millones de niños salieron de la pobreza por la política social, no por el mercado.
Paradójicamente, el oficialismo celebra los resultados mientras deja a la Tarjeta Alimentar inmóvil desde junio de 2024. Es el equivalente a presumir de haber apagado un incendio mientras se retira el agua que queda en la cisterna.
El trabajo informal escaló a un 43,2%, récord en dos décadas. No se trata de un detalle técnico: es la vida cotidiana de trabajadores sin derechos, sin estabilidad y sin horizonte. Cinco de cada diez asalariados informales son pobres; más del 60% de los cuentapropistas también. El ajuste presume eficiencia, pero arroja a miles al “sálvese quien pueda” como único plan de supervivencia.
La otra cara del ajuste es la explosión del endeudamiento doméstico: uno de cada cuatro hogares pidió préstamos para gastos básicos; uno de cada tres entre los más vulnerables. Más del 37% se comió los ahorros para llegar a fin de mes. En un país donde la supervivencia depende del crédito informal, no hay épica económica posible: hay subsistencia desesperada.
Con una mínima que apenas supera por unos pesos la línea de pobreza, millones de adultos mayores viven en un estado de precariedad que ya no necesita adjetivos: es lisa y llanamente crueldad institucional. Muchos volvieron a trabajar informalmente para no caer en la indigencia. Otros dependen de comedores comunitarios.
No hay “milagro” posible que deje a los jubilados afuera.
Mientras algunos indicadores mejoran, la estructura sigue rígida: los sectores más ricos ganan 14 veces más que los más pobres. La desigualdad permanece inalterada. La pobreza baja, pero la distribución no cambia. Es un alivio estadístico, no un proyecto de país.
Las redes sociales amplifican dos relatos que compiten, pero ninguno alcanza para comprender el cuadro completo: unos celebran los datos, otros denuncian manipulación. Entre ambos extremos, la realidad es más compleja: la pobreza baja porque veníamos del subsuelo y porque los programas sociales amortiguan lo que el mercado destruye.
No es una recuperación: es un rebote técnico.
Si el empleo registrado no se recupera, si continúan congeladas las políticas alimentarias, si los salarios no vuelven a ser un vehículo de movilidad ascendente y si la economía sigue dependiendo de la recesión para controlar los precios, la pobreza volverá a crecer. La foto exhibida por el Gobierno puede ser buena; la película, no.
Argentina necesita más que estadísticas: necesita horizonte, trabajo digno, movilidad social y un Estado que no renuncie a su rol de equilibrar la balanza entre los que tienen demasiado y los que no tienen nada.
La administración Milei puede festejar sus gráficos. Pero la vida cotidiana de millones demuestra que la famosa “salida adelante” aún no salió del PowerPoint.
Por Nicolas Schamne
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