Ficciones económicas: de una ilusión a otra

Argentina parece atrapada en un ciclo interminable donde la ilusión y la realidad se entrecruzan de manera inquietante, creando un escenario donde la percepción pesa más que los hechos y donde los espejismos económicos se convierten en la norma.
Pablo Gabriel Miraglia

Durante décadas hemos visto cómo distintas administraciones recurrieron al populismo como herramienta para sostener la calma, aunque fuera solo aparente. Se gastaba más de lo que se tenía, se imprimía moneda sin respaldo suficiente, se controlaban precios y se manipulaban expectativas, todo con la intención de dar la impresión de que la economía funcionaba, mientras la producción real se debilitaba en silencio y la tensión se acumulaba, hasta estallar de forma abrupta cuando menos se esperaba.

Hoy, a casi dos años de la llegada de un nuevo gobierno que prometió cambios radicales y orden económico, constatamos que la mecánica de la ilusión no ha desaparecido: solo se ha renovado, adoptando un nuevo relato y un nuevo disfraz, con la misma lógica de sostener lo que no funciona y postergar decisiones difíciles con la esperanza de que el tiempo compre calma y confianza.
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La reciente intervención del Tesoro de los Estados Unidos en el Mercado Único y Libre de Cambios antes de las elecciones fue un gesto inusual y revelador. No fue un acto ordinario ni una medida de rutina; fue un movimiento calculado para garantizar que la percepción de estabilidad se mantuviera durante un momento político sensible, un recordatorio de que la economía argentina depende tanto de factores externos como de decisiones internas. Esa intervención demostró, de manera inequívoca, que la administración actual, al igual que administraciones anteriores —que por prudencia llamaremos con eufemismos—, no está resolviendo problemas de fondo, sino comprando tiempo y diluyendo riesgos a corto plazo. Los mercados reaccionaron de inmediato: bonos y acciones mostraron subas temporales, y la ilusión de estabilidad pareció concretarse. Sin embargo, se trata más de un efecto emocional y especulativo que de un verdadero fortalecimiento de la economía.

Los movimientos del mercado reflejan la emoción y la esperanza de un país que busca señales de cambio, más que la fortaleza de la economía real. La población votó con expectativas, impulsada por la esperanza de que un nuevo gobierno podría resolver problemas que se arrastran desde hace décadas, y los inversores actuaron en consecuencia, buscando oportunidades donde la ilusión es fuerte aunque el fundamento sea débil. Esta ilusión, aunque permita ganancias temporales o alivio emocional, es frágil, porque no se basa en solvencia ni en productividad. Cada día que se prolonga, la tensión se acumula silenciosamente, y la historia argentina demuestra que cuando la ficción se rompe, el ajuste es abrupto y doloroso, afectando a toda la sociedad.

El populismo no tiene color ni partido. Puede disfrazarse de políticas de gasto social, reformas radicales o promesas de orden económico, pero su esencia permanece intacta: sostener artificialmente lo que no funciona y postergar lo inevitable. Tanto las administraciones que hoy llamamos con eufemismos como la actual recurren a la misma lógica, aunque con distintos discursos, relatos y colores. La diferencia está en la narrativa, no en la mecánica. Mientras tanto, la sociedad y los mercados se mueven entre euforia e incertidumbre, conscientes de que la calma aparente es temporal y de que el verdadero ajuste, cuando llegue, será inevitable y doloroso.

Aprender a leer entre estas ficciones es fundamental. No todo rebote en bonos ni toda euforia en acciones significa recuperación real. La ilusión tiene un límite y, cuando se rompe, los costos recaen sobre todos. La paciencia, la observación y la prudencia se convierten en herramientas esenciales para navegar un país donde la historia demuestra que los artificios prolongados solo acumulan tensión, hasta que la realidad se impone de manera contundente. Los instrumentos del populismo —emisión, control de precios, manipulación de expectativas— siguen activos, aunque adopten formas distintas. Nada de esto se ha resuelto; simplemente se ha maquillado.

Comparar el pasado y el presente resulta inevitable. Hace unos años, criticábamos políticas populistas que sostenían la ficción con gasto excesivo y controles arbitrarios; hoy vemos que el gobierno actual aplica un esquema diferente, con intervenciones estratégicas y narrativa de orden, pero con el mismo objetivo: mantener artificialmente la estabilidad y postergar problemas estructurales. La diferencia no es técnica; es narrativa. Los mismos problemas persisten: déficit crónico, falta de dólares, emisión constante, presión sobre precios y un sistema productivo que no crece genuinamente. La intervención externa, aunque tranquilizadora para algunos, evidencia la fragilidad de la ilusión: cuando un país depende de gestos ajenos para sostener la percepción de estabilidad, la verdadera fortaleza nunca está en su interior.

La ilusión y la realidad conviven en un equilibrio precario. La euforia momentánea, los arbitrajes en los mercados financieros y los gestos externos permiten mantener la calma, pero no crean fundamentos. La economía sigue moviéndose por expectativas y emociones, no por fuerza real. Esta dicotomía entre lo que parece y lo que es, entre ilusión y realidad, es la que ha definido los ciclos de la historia argentina: momentos de calma aparente, seguidos por ajustes profundos y dolorosos.

La lección que deja todo esto es clara: la ilusión prolongada solo aplaza lo inevitable y aumenta el costo del ajuste cuando la realidad se impone. La estabilidad momentánea es efímera, y ningún gesto externo, por potente que sea, puede reemplazar la necesidad de decisiones estructurales, de orden fiscal y monetario y de crecimiento genuino. Reconocer la diferencia entre ilusión y realidad es esencial para mirar la economía con claridad, para no confundir esperanza con fundamento y para prepararse ante lo inevitable.

Argentina sigue navegando entre ficciones que cambian de nombre y relato, pero que tienen la misma esencia. La ilusión puede mantener la calma por un tiempo, pero la historia demuestra que tarde o temprano la realidad vuelve a imponerse. Cuando lo hace, solo aquellos capaces de distinguir entre ficción y fundamento están preparados para enfrentarse a las consecuencias sin sorpresa. Mientras tanto, el país continúa atrapado en un ciclo donde el populismo no desaparece con un cambio de gobierno; simplemente cambia de forma, de discurso y de color, pero la mecánica de la ficción permanece intacta, recordándonos que la ilusión es temporal y que la verdad, aunque postergada, siempre termina imponiéndose.

La economía argentina no es un problema de cifras; es un problema de historias, emociones y expectativas que se mezclan con decisiones políticas y apoyos externos. Los ciudadanos buscan certezas donde solo hay promesas, y los mercados reaccionan a la narrativa más que a los fundamentos. Esta combinación de ilusión, emoción y expectativa externa crea un escenario inestable, donde la calma es un espejismo que puede desvanecerse en cualquier momento. Reconocer la mecánica de estas ficciones es el primer paso para no dejarse arrastrar por ellas, para entender que la euforia temporal no equivale a recuperación y que la ilusión solo aplaza lo que la economía real exige: decisiones profundas, sostenibles y valientes.

Argentina navega entre ficciones económicas que cambian de nombre y de relato, pero cuya esencia es inmutable. La ilusión puede sostenerse un tiempo, pero cuando la realidad llega, se impone con fuerza, y quienes saben leer la historia pueden prepararse para enfrentarla sin sorpresa. Mientras tanto, la lección permanece: la estabilidad que depende de ilusión y apoyo externo es siempre frágil, temporal y engañosa. La economía necesita fundamentos, no espejismos, y reconocerlo es esencial para no repetir los errores del pasado y para entender que la ilusión es efímera, mientras que la realidad siempre termina encontrando su lugar.

Pablo Gabriel Miraglia

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