El debate sobre la inteligencia artificial y los avances tecnológicos ocupa cada vez más espacio en los medios, generando posturas opuestas. Algunos ven en estos avances una oportunidad para elevar la calidad de vida, mejorar la productividad y, con ello, lograr una sociedad más próspera.
Sin embargo, otros temen que esta tecnología lleve a una crisis de empleo y a que un gran número de personas quede excluido, pasando a ser, literalmente, “desechable” en términos económicos.
¿Qué postura es la correcta? La respuesta es compleja y depende de la estructura socioeconómica en la que nos situemos. En una sociedad igualitaria, el incremento en productividad puede traer beneficios colectivos: todos podrían trabajar menos horas sin ver afectada la producción total, o podrían disfrutar de una mayor cantidad de bienes si mantienen su jornada completa. Este escenario es atractivo y suena justo, pero en la realidad de un sistema neoliberal, las cosas se ven distintas.
La lógica neoliberal prioriza los intereses de quienes controlan el capital. Así, en un contexto de aumento de la productividad, los empleadores podrían decidir mantener las horas de trabajo, aumentar la producción y quedarse con las ganancias, o bien reducir la plantilla para obtener los mismos beneficios con menos personal. En cualquiera de los casos, la posibilidad de que los trabajadores reciban una porción justa de los frutos de su esfuerzo es limitada.
Imaginemos un aumento en la productividad del 20%. En una sociedad de base igualitaria, podríamos optar por reducir la jornada laboral para que todos trabajen menos o, alternativamente, producir más bienes. Pero en un sistema neoliberal, el aumento en la productividad no implica necesariamente una mejora para la mayoría. Los beneficios de esa mayor eficiencia suelen quedarse en manos de los dueños de las empresas, mientras que los trabajadores enfrentan una mayor precarización y el riesgo de ser reemplazados.
La experiencia reciente en Brasil bajo gobiernos de corte neoliberal ha dejado un claro ejemplo de esta lógica. Los más ricos se enriquecen aún más, mientras que los sectores populares sufren las consecuencias de políticas que benefician exclusivamente a los grandes capitales. La “desaparición” de puestos de trabajo no se traduce en un sistema de protección social que asegure una vida digna para quienes quedan al margen; al contrario, el sistema parece empeñado en hacer que quienes no “contribuyen” sean descartados.
La pandemia de COVID-19 demostró crudamente cómo ciertas políticas y discursos pueden incluso celebrar la muerte de quienes no “aportan” al sistema. La resistencia a medidas sanitarias que podían salvar vidas, promovida por sectores cercanos al neoliberalismo radical y por líderes religiosos afines, tuvo un trasfondo oscuro: el virus, con su alta mortalidad entre los más vulnerables, fue visto por algunos como una “purificación” social. Esto habla de una visión deshumanizante y clasista que sigue vigente y que se alimenta de la ideología neoliberal.
En este contexto, los avances tecnológicos podrían no traducirse en una mejora para la mayoría. Por el contrario, podrían agudizar la desigualdad, creando una sociedad donde los recursos públicos se destinan al rescate de los grandes capitales, mientras que las personas “inservibles” para el sistema quedan al margen, sin salud, educación ni asistencia.
La tecnología, entonces, no es neutra; su impacto social depende de cómo se distribuyen sus beneficios. Para que estos avances contribuyan a una sociedad justa, necesitamos una estructura que priorice el bienestar colectivo por sobre los beneficios de unos pocos. La tarea es monumental, pero la historia ha demostrado que el cambio es posible, y la organización popular y la defensa de los derechos son herramientas imprescindibles en esta lucha.
