El futuro como campo de batalla: peronismo y crisis de sentido en la Argentina actual

Política, futuro y disputa de sentido frente al neoliberalismo de Milei.

por Antonio Muñiz


La Argentina atraviesa un quiebre histórico. Un momento de transición profunda en el que el orden previo ha perdido eficacia, pero el nuevo aún no logra consolidarse. La experiencia cotidiana está atravesada por la crisis económica, la fragmentación social y una sensación extendida de ausencia de futuro. En ese marco, el gobierno neoliberal de Javier Milei se apoya más en el impacto del shock y la ruptura simbólica que en la construcción de un horizonte estable. Frente a este escenario, el peronismo enfrenta un desafío que excede largamente la coyuntura electoral.

La historia no está escrita de antemano. No es un destino fijo ni una inercia inevitable. Es una construcción social, resultado de disputas políticas, decisiones colectivas y correlaciones de fuerzas. En los momentos en que los consensos se quiebran y los relatos dominantes pierden capacidad de ordenar la realidad, la política debe recuperar su centralidad como herramienta de transformación. Ese es el terreno en el que hoy se juega el rol histórico del peronismo.

El mileísmo, si bien se monta en un cambio de época global, en lo interno emergió como expresión extrema de un prolongado desgaste del sistema político y económico. Supo capitalizar el hartazgo social, la frustración acumulada y la desafección democrática. Su discurso se presenta como antisistema, pero su programa es clásicamente ortodoxo: ajuste fiscal, desregulación, debilitamiento del Estado y transferencia regresiva de ingresos. La novedad no reside en el contenido, sino en la forma: una narrativa de ruptura que promete orden a través del conflicto permanente.

En este contexto, uno de los errores estratégicos más graves del peronismo sería adoptar el discurso del adversario, aun cuando ese discurso resulte momentáneamente popular. La historia política argentina muestra con claridad que mimetizarse con el lenguaje, los marcos conceptuales o la agenda del poder neoliberal no conduce a la moderación virtuosa, sino a la derrota. Cuando el peronismo renuncia a su propio horizonte y acepta el del adversario, deja de ser alternativa y se convierte en  una versión de segunda mano.

La política es, ante todo, construcción de futuro. No consiste en administrar el presente ni en refugiarse en el pasado, sino en ofrecer un horizonte capaz de movilizar a la sociedad. Los pueblos no votan lo que fue: votan expectativas, promesas de porvenir y sentidos compartidos. Esta dinámica se profundiza en un contexto de fuertes cambios generacionales y transformaciones tecnológicas que están modificando la vida cotidiana, el mundo del trabajo y las relaciones sociales y políticas. La digitalización, la precarización laboral y la mutación de identidades colectivas erosionan certezas y generan miedo frente a un futuro incierto. En ese escenario, quien logre transformar la ansiedad social en proyecto y la incertidumbre en esperanza estará en condiciones de disputar la conducción del tiempo histórico.

Otro riesgo persistente es creer que los climas de época son fijos e inalterables. El presente suele imponerse como si fuera eterno, pero la historia demuestra lo contrario. Crisis económicas, errores de gestión, conflictos sociales o acontecimientos inesperados pueden modificar en muy poco tiempo el humor colectivo y el sentido común dominante. Ningún consenso es definitivo, y menos aún en contextos de deterioro material acelerado.

Por eso, el dirigente político —y especialmente el dirigente peronista— no debe limitarse a observar dónde está hoy la opinión pública, sino preguntarse dónde puede estar mañana. Anticipar ese mañana, imaginarlo y planificar las acciones que conduzcan hacia él es comenzar a construirlo. La política no es una administración pasiva del presente ni una lectura permanente de encuestas: es una intervención consciente sobre el rumbo de la sociedad.

En estos momentos históricos, las sociedades atraviesan momentos de apertura y desorientación simultáneas. Se debilitan las viejas certezas y se genera una disposición —muchas veces difusa— a revisar creencias, valores y expectativas. Esa apertura no garantiza un desenlace progresivo. Puede derivar tanto en salidas autoritarias como en proyectos emancipadores. La diferencia la marca la capacidad de las fuerzas políticas para ofrecer un relato creíble, un programa materialmente viable y un horizonte de sentido compartido.

Aquí emerge una discusión central dentro del peronismo. Cuando se concibe a sí mismo como mero administrador de la coyuntura, como gestor tecnocrático del Estado o como burocracia defensiva, renuncia a su identidad histórica. El peronismo no nació para gestionar el ajuste ni para administrar la escasez con sensibilidad social; nació para transformar las relaciones de poder, ampliar derechos y redefinir el sentido común de una época.

Pensar y actuar como militante revolucionario.  Esto no implica voluntarismo ni desconocimiento de las restricciones reales. Implica asumirse como sujeto capaz de disputar hegemonía, organizar el conflicto y construir mayorías sociales en contextos adversos. Implica recuperar la política como pedagogía colectiva y como proyecto de futuro, no como mera reacción defensiva frente al poder establecido.

El neoliberalismo de Milei se sostiene hoy más en la desorientación social que en resultados económicos consistentes. Su estabilidad depende, en buena medida, de que no emerja una alternativa capaz de articular el malestar, generar expectativas y horizonte. Ese es el espacio histórico que el peronismo está llamado a ocupar, si logra abandonar la defensiva y volver a pensarse como fuerza transformadora.

La historia permanece abierta. En este quiebre histórico, nada está definitivamente perdido ni ganado. Pero una certeza se impone: los pueblos que renuncian a imaginar su futuro terminan viviendo el futuro que otros diseñan por ellos.

Para el peronismo, volver a hacer política en serio —con audacia, proyecto y voluntad de cambio— no es una consigna retórica. Es una necesidad histórica.