La apuesta arancelaria de Donald Trump no busca reconstruir la industria estadounidense ni proteger el empleo, sino recomponer la tasa de ganancia de un capitalismo en crisis estructural. En un mundo cada vez más inestable, el proteccionismo de derecha y la multipolaridad caótica anuncian un ciclo de conflictos, no una salida progresista.
por Antonio Muñiz
La restauración imposible
Donald Trump volvió a la Casa Blanca con una promesa ruidosa: reconstruir la base industrial de Estados Unidos, repatriar fábricas y “hacer América grande otra vez” a fuerza de aranceles. La retórica es simple y efectiva: el mundo le “robó” a EE.UU. sus industrias, China es el enemigo estratégico y la salida pasa por cerrar las fronteras económicas.
Pero la entrevista del economista marxista Michael Roberts, uno de los analistas críticos más sólidos del capitalismo contemporáneo, desnuda la inconsistencia de esa apuesta. El proteccionismo trumpista no es política industrial, sino una reacción desesperada frente a la crisis estructural del sistema: baja de la rentabilidad, estancamiento global, endeudamiento récord y una economía norteamericana estructuralmente desplazada del liderazgo manufacturero que tuvo en el siglo XX.
El antecedente histórico es inquietante. En los años treinta, los aranceles Smoot-Hawley intentaron “proteger” la industria estadounidense y solo aceleraron la caída del comercio mundial, empujando a una depresión más profunda. Hoy existe el riesgo de repetir aquella dinámica en un escenario mucho más frágil.
El proteccionismo como máscara
Roberts lo resume con claridad: Trump rompe con la globalización en su versión más amable, pero conserva intacto el núcleo neoliberal en el plano interno. Los aranceles conviven con rebajas impositivas para corporaciones, desregulación ambiental y financiera, privatización acelerada y recorte del gasto social.
El resultado es contradictorio. EE.UU. ya no domina la industria global, pero sí conserva el sistema financiero más poderoso del mundo, el dólar como moneda de referencia y un gasto militar que supera al del resto del planeta. Trump busca sostener ese poder con mano dura comercial y militar, mientras el Estado social se desangra.
El mensaje es claro: la defensa del capital financiero y del complejo militar-industrial se mantiene intacta. Lo que se redefine es el modo de dominación.
Europa, atrapada en su propio declive
Mientras Estados Unidos acelera su giro proteccionista, la Unión Europea atraviesa una crisis profunda: industria paralizada, energía cara, crecimiento nulo y una subordinación casi total a Washington. La guerra en Ucrania y las sanciones a Rusia dispararon costos, destruyeron competitividad y empujaron a los productores europeos a pagar los costos de la estrategia norteamericana.
La UE responde con más gasto militar y ajustes internos, no con una política industrial propia. Resultado: recesión, cansancio social y avance acelerado de las derechas extremas. En vez de una Europa autónoma, lo que emerge es el vasallaje del viejo continente a la potencia declinante que aún dirige la OTAN.
Una multipolaridad sin emancipación
El ascenso de China, la expansión del BRICS y el reacomodamiento global suelen presentarse como el anticipo de un orden más equilibrado. Roberts es tajante: la multipolaridad existe, pero está lejos de ser una alternativa progresista.
El BRICS es un bloque heterogéneo, atravesado por rivalidades, modelos autoritarios y estructuras económicas basadas en materias primas. No representa un proyecto emancipador ni para el Sur global ni para sus propias poblaciones. China es el único actor con capacidad de disputar hegemonía, pero dentro de un marco capitalista que no cuestiona las lógicas del mercado global ni la desigualdad estructural.
El riesgo evidente es otro: una transición hegemónica caótica, con múltiples potencias en tensión y un capitalismo global en crisis prolongada. Lo que emerge de este escenario no es más estabilidad, sino un mundo más cercano al de los años treinta que al de cualquier promesa de cooperación multilateral.
El vacío de la izquierda reformista
Roberts apunta un dato clave: la izquierda liberal, atrapada en su renuncia histórica a discutir el poder real del capital, quedó sin proyecto y sin narrativa. Aplaudió la globalización en los noventa y quedó paralizada frente a la crisis del 2008 y la larga depresión posterior. Sin respuesta para la desigualdad creciente, abrió el camino al nacionalismo xenófobo que crece en Estados Unidos y Europa.
Mientras la derecha ofrece un enemigo visible —China, los migrantes, el libre comercio—, la izquierda mainstream propone administrar un capitalismo que ya no reparte. En ese vacío discursivo y político prospera la nueva derecha global.
¿Qué horizonte queda?
La pregunta que recorre la entrevista es brutal pero inevitable: ¿Qué alternativa existe cuando el capitalismo global entra en una fase de agotamiento histórico?
Roberts sostiene que ni el proteccionismo reaccionario ni la nostalgia del libre comercio pueden ofrecer una respuesta. Tampoco la multipolaridad, tal como hoy se configura, garantiza una transición progresiva. La única salida real implicaría movimientos populares capaces de disputar el control del Estado y reorientar el desarrollo económico hacia un horizonte poscapitalista.
Ese escenario parece lejano, pero la historia demuestra que las crisis sistémicas abren posibilidades inesperadas.
El mundo que asoma
La apuesta de Trump no saldrá bien porque intenta proteger un capitalismo que ya no puede ofrecer crecimiento sostenido ni legitimidad. Pero su fracaso no garantiza una salida progresista: el vacío puede llenarse con más conflicto, más militarización y más autoritarismo.
El desafío para las fuerzas populares, en Estados Unidos, Europa y América Latina, es construir una alternativa que no repita los errores del pasado: ni la confianza ciega en la globalización neoliberal ni la ilusión de que el proteccionismo nacionalista puede salvar a los pueblos.
El mundo se desliza hacia una transición histórica. La pregunta es quién la conducirá. Y, sobre todo, en nombre de quién.
Antonio Muñiz
