Geopolítica del sur: la batalla por Argentina.

Bajo el relato de la estabilidad y las “inversiones estratégicas”, Washington impulsa una avanzada política, militar y financiera sobre la Argentina. El control del Atlántico Sur, los pasos bioceánicos y el acceso a la Antártida se combinan con el desembarco de bancos y fondos de inversión —encabezados por JP Morgan y BlackRock— que apuntan a los negocios más sensibles de la economía nacional: energía, telecomunicaciones, litio y recursos naturales.

Por Antonio Muñiz


La Argentina vuelve a ocupar un lugar central en la disputa global por los recursos y la geopolítica del sur. Su posición estratégica, sus reservas naturales y su capacidad tecnológica la convierten en objetivo de una nueva fase de intervención norteamericana, que combina presión diplomática, condicionamientos financieros y presencia militar bajo el manto del “apoyo económico”.

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Detrás del discurso de cooperación, Estados Unidos impulsa una estrategia integral para reposicionarse en el Cono Sur. La reciente visita del almirante Alvin Holsey, jefe del Comando Sur, y el avance del proyecto para instalar una base naval integrada en Tierra del Fuego revelan el verdadero propósito: asegurar el control operativo del Atlántico Sur, los pasos hacia el Pacífico y el acceso logístico a la Antártida.

Esa presencia, presentada como “colaboración”, forma parte de una red más amplia. A través del swap de 20 mil millones de dólares y las intervenciones diarias del tesoro norteamericano en el mercado cambiario que permitieron sostener el tipo de cambio, Washington reforzó su influencia sobre la política económica argentina. Pero la ayuda financiera no es neutral: lleva como contracara un paquete de condicionamientos sobre los recursos naturales y las empresas estatales.

El interés norteamericano apunta directamente a los pilares de la soberanía energética y tecnológica: YPF, Nucleoeléctrica, ARSAT, Vaca muerta, las represas patagónicas, minería y la energía hidroeléctrica. El objetivo es abrir la participación de capitales privados extranjeros en áreas estratégicas, bajo el argumento de “modernización y eficiencia”. En ese objetivo, como garantia al apoyo financiero prometido, bancos y fondos de inversión —con JP Morgan a la cabeza y BlackRock como socio principal— avanzan en la apropiación de activos y empresas vinculadas a energía, telecomunicaciones, minerales críticos, litio y tierras raras.

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Estas operaciones, que se presentan como “inversiones productivas”, son en realidad parte de una ofensiva de control financiero sobre sectores neurálgicos de la economía nacional. El desembarco coordinado de los grandes fondos especulativos coincide con la orientación del gobierno argentino de desprenderse  del capital estatal y flexibilizar regulaciones, en un contexto de vulnerabilidad cambiaria y endeudamiento creciente.

El mensaje político fue explícito. Durante su visita a Washington, Donald Trump advirtió —en presencia de Javier Milei— que el apoyo financiero de Estados Unidos dependerá de la continuidad del actual modelo económico y de la exclusión de cualquier “actividad militar china” en territorio argentino. No se trata de ayuda, sino de alineamiento. La estabilidad del peso se paga con soberanía.

La ofensiva norteamericana tiene tres frentes: el financiero, el militar y el geoeconómico.

En el plano financiero, el Tesoro y los grandes bancos controlan la asistencia y marcan el rumbo de la política monetaria.

En el plano militar, el Comando Sur amplía su presencia logística en Tierra del Fuego y coordinado con la base militar inglesa en Malvinas, consolida el control del Atlántico Sur.

En el plano geoeconómico, los fondos de inversión se posicionan sobre los recursos estratégicos, mientras el discurso liberal del gobierno abre todas las puertas.

El trasfondo de esta avanzada es la competencia con China. Washington busca impedir que el gigante asiático consolide su presencia en el sur del continente a través de la Ruta de la Seda, la estación espacial de Neuquén y los proyectos de infraestructura y litio. Estados Unidos no compite con inversiones productivas, sino con presión financiera, condicionamiento político y control territorial.

El Papa Francisco lo sintetizó en una frase: “vivimos una pre-guerra mundial”. Una guerra que no se libra con ejércitos, sino con deuda, apropiación de recursos naturales estratégicos, bases y fondos de inversión. En este escenario, la Argentina aparece como el último bastión de recursos vitales —agua, energía, minerales, conocimiento científico— en un mundo que se reconfigura bajo la lógica del poder global.

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El desafío es claro: defender la soberanía nacional ante un contexto de tutelaje financiero y recolonización económica. Cada dólar que llega condicionado, cada privatización encubierta, cada concesión sobre sectores estratégicos, erosiona la posibilidad de un desarrollo independiente.

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Argentina se enfrenta a una encrucijada histórica. Puede resignarse a ser un territorio administrado desde Washington y Wall Street o recuperar un proyecto propio de desarrollo, basado en la defensa de sus recursos y su industria.
En el Atlántico Sur —donde convergen los intereses en disputa de las potencias y las urgencias de la nación— se define hoy algo más que la política exterior: se juega el derecho a decidir nuestro futuro.