El capital global domina los flujos, las monedas y los algoritmos. Pero la historia enseña que los pueblos, cuando despiertan, pueden torcer cualquier destino. Argentina enfrenta hoy ese dilema: resignarse al mandato de los mercados o volver a hacer de la política una herramienta de emancipación colectiva.
Por Antonio Muñiz
Mientras el poder financiero global avanza sobre los Estados y redefine los márgenes de la democracia, Argentina se convierte en un laboratorio de esa disputa. Las decisiones económicas ya no se toman en el Congreso ni en la Casa Rosada, sino en los mercados y en los despachos de Washington. Sin embargo, una nueva conciencia social emerge desde abajo, decidida a recuperar el sentido político de la soberanía.
La democracia, tal como la conocimos en el siglo XX, atraviesa una crisis profunda. Ya no son los partidos ni los parlamentos quienes marcan el rumbo de los pueblos, sino los mercados, las calificadoras de riesgo y los algoritmos de las plataformas digitales. Las decisiones que afectan la vida cotidiana —los precios, el crédito, la energía, el trabajo— se definen cada vez más lejos de las urnas y de los territorios, en despachos financieros o en los servidores de grandes corporaciones tecnológicas.
En la Argentina, este proceso se expresa con nitidez. Los gobiernos elegidos por voto popular se ven condicionados por organismos multilaterales, fondos de inversión y presiones mediáticas que operan como poderes de veto. La deuda externa, convertida en instrumento de disciplinamiento político, actúa como una soga sobre cualquier proyecto de desarrollo autónomo. El capital financiero global no necesita tanques ni invasiones: le basta con la tasa de interés, el dólar y los medios para moldear gobiernos y subjetividades.
El discurso de la “libertad de mercado” encubre, en realidad, la subordinación de la política al capital. Lo que se presenta como modernización o eficiencia no es más que una transferencia sistemática de poder desde el Estado hacia las corporaciones. En nombre de la “competitividad”, se desmantelan derechos laborales; en nombre de la “apertura”, se destruye la industria nacional; en nombre de la “autonomía individual”, se disuelve la idea misma de comunidad.
El fenómeno no es exclusivamente argentino. Desde Europa hasta América Latina, los pueblos asisten al vaciamiento de sus democracias: la soberanía se diluye en tratados de libre comercio, los parlamentos se transforman en escribanías del poder económico y los medios masivos reemplazan el debate público por la propaganda corporativa. La globalización neoliberal ha logrado lo que las dictaduras no pudieron: instalar el consenso de que “no hay alternativa”.
Sin embargo, cada intento de sometimiento genera su contragolpe histórico. En los márgenes del sistema surgen nuevas formas de organización social, política y productiva que rescatan el valor de lo común. Cooperativas que sostienen la economía real, universidades que resisten el desfinanciamiento, sindicatos que se reinventan frente a la precarización, y movimientos populares que vuelven a poner en el centro la palabra justicia.
Argentina tiene una tradición de lucha que se niega a desaparecer. Cuando los poderes concentrados intentaron borrar al pueblo de la historia, éste siempre encontró el modo de volver: en la fábrica, en la calle, en la urna o en la palabra. La batalla actual no se libra sólo contra un modelo económico, sino contra la idea de que el destino está escrito.
Hoy, frente al dominio del capital global, el desafío es reconstruir una democracia soberana, capaz de decidir sobre sus recursos, su trabajo y su futuro. Una democracia que no se limite a votar, sino que se atreva a gobernar; que no delegue su poder en los mercados, sino que lo recupere en manos del pueblo organizado.
Porque el capital podrá comprar voluntades, manipular discursos y condicionar gobiernos, pero nunca podrá derrotar a un pueblo que decide volver a creer en sí mismo. La historia argentina —con sus derrotas y sus resurrecciones— enseña que los pueblos sólo pierden cuando se rinden. Y el nuestro, una y otra vez, está demostrando que no está dispuesto a hacerlo.