Por Pablo Gabriel Miraglia
Basta observar su dorso para percibir que en él no se celebra a un pueblo, ni a un paisaje, ni a un ideal de fraternidad, sino a un poder que se erige sobre la mirada omnipresente de un ojo que todo lo ve. La pirámide inacabada, suspendida bajo ese ojo, parece anunciar que la obra del dominio aún no ha concluido. Y tal vez sea así: el proyecto de hegemonía que simboliza el dólar sigue extendiéndose hasta los rincones más frágiles del mundo, allí donde la necesidad vuelve dócil al espíritu.
Los billetes de otros países suelen hablar de su historia, de sus héroes, de su geografía. El dólar, en cambio, habla de destino, de orden y de vigilancia. Es una moneda que no pertenece a un territorio, sino a una idea de supremacía universal. Fue concebido para circular más allá de sus fronteras, y por eso no representa una patria, sino una estructura de poder. En su geometría se cifran antiguas doctrinas masónicas, iluministas y racionalistas que pretendían sustituir la fe en Dios por la fe en la razón humana. Allí radica su frialdad: el hombre, erigido como arquitecto del mundo, observa desde lo alto de la pirámide el devenir de los pueblos. Esa concepción del poder no busca servir, sino dirigir; no busca iluminar, sino someter.
Esa simbología, que podría parecer lejana o inofensiva, cobra un sentido alarmante cuando el dólar se transforma en la moneda que rige la vida cotidiana de otras naciones. Porque dolarizar no es simplemente cambiar la divisa con la que se comercia o se ahorra: es abdicar del derecho a definir el valor del propio esfuerzo. Una moneda nacional es un pacto espiritual entre quienes la emiten y quienes la usan; es la palabra escrita de un pueblo que confía en sí mismo. Cuando esa palabra se reemplaza por la ajena, lo que se entrega no es solo la economía, sino el alma.
En Argentina, la idea de dolarizar aparece periódicamente como una promesa de estabilidad, una solución técnica ante la inestabilidad económica. Pero detrás de esa apariencia de orden se esconde la renuncia a la soberanía más profunda: la de decidir el sentido de nuestro propio valor. La dolarización, presentada como modernización o pragmatismo, es en realidad una forma de claudicación. Nos somete a un poder extranjero, no por la fuerza de sus ejércitos, sino por la fascinación que ejerce su dinero. Es la nueva forma de conquista: no se necesitan invasiones cuando los pueblos aceptan de buen grado que otro defina lo que vale su trabajo y su pan.
Este fenómeno se agrava cuando las decisiones políticas se alinean más con los intereses de otros países que con los del propio. Las gestiones actuales, en su afán de buscar apoyo externo, muestran cómo la defensa de los intereses nacionales queda subordinada a posiciones ideológicas o estratégicas ajenas, muchas veces guiadas por conveniencias que no necesariamente representan la voz del pueblo. Cada gesto de sumisión política, cada alineamiento sin cuestionamiento, refleja cómo la soberanía material y espiritual se erosiona silenciosamente.
Aceptar el dólar como patrón de valor es aceptar también su carga simbólica. Cada billete lleva impreso un mensaje: In God We Trust. Pero ese dios no es el de los pueblos, sino el de los mercados. Es la divinidad abstracta del capital, la fe en la acumulación y en la vigilancia del ojo que todo lo ve. En nombre de esa fe se justifican las desigualdades, se blanquean las guerras económicas y se naturaliza el dominio. El dólar es, en este sentido, una liturgia moderna: una hostia profana que reemplaza la comunión entre hombres por la obediencia a un sistema.
Cuando un país adopta esa moneda, acepta también su teología. Renuncia a la posibilidad de tener un símbolo propio que exprese su esperanza, su historia y su destino. Es como si entregara su bandera a cambio de un sello ajeno. Y lo más grave es que lo hace convencido de que con ello alcanzará la estabilidad. Pero ninguna estabilidad nace de la imitación ni del sometimiento. Una nación no se construye copiando la voz de otra, sino escuchando la suya.
La actual situación argentina, marcada por decisiones que privilegian la alineación con Estados Unidos e Israel sobre los intereses propios, evidencia cómo la soberanía material se combina con la rendición simbólica. Se confunden cooperación y amistad con obediencia; se confunden pragmatismo y seguridad económica con servidumbre voluntaria. Cada política que coloca la mirada externa por encima de la propia erosiona la fuerza moral de la nación y fortalece la autoridad simbólica del dólar.
Hay una dimensión invisible en toda soberanía. No basta con tener un territorio o una bandera si los símbolos que gobiernan la vida cotidiana pertenecen a otro. El dinero es el lenguaje más directo del poder; por él se expresan las jerarquías, las lealtades y las creencias. Si ese lenguaje se escribe en otro idioma, lo que se pierde no es solo independencia económica, sino identidad espiritual. Detrás de cada transacción en dólares late un acto de obediencia cultural. Es el reconocimiento silencioso de que hay un centro que ordena y una periferia que acata.
Por eso el debate sobre la dolarización no debería reducirse a una discusión técnica. En el fondo, lo que está en juego es la capacidad de un pueblo para creer en sí mismo. Renunciar a la propia moneda es admitir que no somos capaces de sostener el valor de nuestra palabra. Es un gesto de desconfianza colectiva, una confesión de inferioridad frente al poder que imprime los billetes con el ojo que todo lo ve.
El dólar, con su simbología implacable, ha logrado lo que los imperios del pasado solo soñaron: someter las voluntades sin necesidad de cadenas. Su dominio no se impone por la espada, sino por la costumbre; no se legitima por la fe, sino por el miedo a la inestabilidad. Pero toda estabilidad que se paga con la libertad es apenas un silencio ordenado. Y un pueblo que se acostumbra a ese silencio deja de ser un pueblo: se convierte en engranaje.
Tal vez haya llegado el momento de volver a mirar nuestros símbolos y preguntarnos qué representan. Tal vez debamos recordar que una moneda no es solo un medio de intercambio, sino una expresión de confianza en nosotros mismos. Mientras el billete extranjero siga dictando el valor de nuestras vidas, mientras las decisiones políticas prioricen la mirada externa sobre la interna, seguiremos siendo súbditos en un mundo donde la fe ha sido reemplazada por la tasa de interés.
Quizá la verdadera soberanía, en tiempos como estos, consista en recuperar algo más profundo que el control de una economía: la libertad interior de no venerar al poder que se esconde detrás del dinero.