Por Marcela M. Rivera Rosas* – Mundiario
El inicio de la ofensiva terrestre israelí en Ciudad de Gaza marca un punto de no retorno en una guerra que ha convertido a la Franja en un laboratorio del horror. No se trata únicamente de la enésima operación militar contra Hamás, sino de un asedio que arrastra consigo a una población civil exhausta, atrapada en apenas un 12% del territorio, sin rutas seguras de huida, con hambre y miedo como armas adicionales en el tablero de batalla.
El discurso oficial de Tel Aviv habla de “desmantelar infraestructuras terroristas”, pero las imágenes de satélite, los datos de hospitales colapsados y las morgues repletas de niños contradicen la narrativa gubernamental. La frase del ministro de Defensa, “Gaza arde”, no es solo un eslogan bélico: es una confesión cínica de que la devastación no es un efecto colateral, sino parte del objetivo.
Lo más alarmante de esta fase del conflicto es la normalización progresiva de lo intolerable. Que 600.000 civiles sigan bajo fuego intenso parece asumirse como un daño inevitable. Que los barrios se borren del mapa con explosiones controladas se presenta como simple “estrategia militar”. Que la inanición avance entre los refugiados se justifica como consecuencia indirecta de la presión sobre Hamás. El lenguaje, en este caso, no solo explica, sino que blanquea la barbarie.
Estados Unidos y la coartada de seguridad
La visita del secretario de Estado estadounidense, Marco Rubio, justo antes de la ofensiva, ilustra el peso de Washington en el desenlace. La retórica de apoyo sin fisuras a Netanyahu refuerza la idea de que Israel cuenta con un cheque en blanco para redefinir Gaza a su medida. Se exige la rendición de Hamás, pero se omite cualquier plan realista para proteger a la población civil o reconstruir un territorio convertido en ruinas. La coartada de la seguridad nacional israelí se ha transformado en una política de tierra quemada que deja a dos millones de palestinos a merced del hambre y las bombas.
Europa, atrapada entre la alianza estratégica con Israel y las crecientes presiones de su opinión pública, permanece en la parálisis diplomática. La acusación de genocidio formulada por una comisión independiente de la ONU no ha generado la reacción política que cabría esperar. La retórica de condena se combina con la inacción práctica, y la defensa de los derechos humanos se diluye cuando los intereses energéticos, comerciales o geoestratégicos entran en juego.
Un ejército sin horizonte político
La propia cúpula militar israelí comienza a mostrar fisuras. El malestar del jefe del Estado Mayor por la ausencia de un plan político claro refleja la incoherencia de una estrategia que acumula destrucción sin diseñar un escenario de salida. ¿Se trata de instaurar un Gobierno militar en Gaza? ¿De expulsar de facto a su población? ¿De mantener una ocupación indefinida? La respuesta no existe, y mientras tanto, la ofensiva avanza sobre la vida de miles de inocentes.
Más allá de la retórica diplomática, la ofensiva en Ciudad de Gaza vuelve a plantear la pregunta esencial: ¿cuánto sufrimiento civil está dispuesto a tolerar el mundo antes de actuar? Los plazos que Washington menciona — “días o semanas” hasta un posible alto el fuego— resultan cínicos frente a las cifras diarias de muertos. Cada jornada equivale a decenas de vidas perdidas, a familias destrozadas, a niños arrancados de la infancia.
La guerra en Gaza ha dejado de ser un conflicto entre Israel y Hamás para convertirse en un espejo del fracaso internacional. El derecho humanitario, la noción de proporcionalidad, el principio básico de proteger a los civiles: todo se está erosionando en directo. La comunidad internacional no puede seguir siendo espectadora cómplice. Lo que está en juego no es solo el futuro de Gaza, sino la credibilidad de un orden global que dice defender los derechos humanos mientras permite que 600.000 civiles queden a merced de la artillería.
*Valeria M. Rivera Rosas escribe en Mundiario, donde es la coordinadora general. Licenciada en Comunicación Social, mención Periodismo Impreso, se graduó en la Universidad Privada Dr. Rafael Belloso Chacín de Venezuela.