El fracaso argentino no es únicamente económico o político: es filosófico, cultural y espiritual. La prueba más clara es el sometimiento político, económico y militar a Estados Unidos e Israel, que se ha vuelto una constante histórica. No estamos frente a una cooperación que fortalezca nuestras capacidades, sino frente a una subordinación vergonzosa que convierte a la política exterior argentina en una réplica obediente de lo que dictan otros.
Ese sometimiento tiene una consecuencia aún más grave: la renuncia deliberada a la multipolaridad. Mientras el mundo se transforma y nuevas potencias emergen, Argentina se aferra como un vasallo al bloque occidental, demonizando a todo lo que escape al control de un Occidente que se autoproclama liberal y democrático, pero que en los hechos actúa como un sistema de dominación, coerción y doble moral. La adhesión automática a ese orden hegemónico no es una elección estratégica, sino una claudicación ideológica: se prefiere obedecer antes que pensar, se prefiere ser furgón de cola antes que asumir el riesgo de ser protagonista.
A esta claudicación externa se suma la interna: la desaparición del patriotismo y el triunfo del egoísmo. La política argentina ya no piensa en el bien común, sino en el interés personal y en la conveniencia inmediata. Esa lógica se ha trasladado a toda la sociedad, donde el «sálvese quien pueda» se ha convertido en norma cultural. La ciudadanía vota con el bolsillo, como quien elige un producto en góndola, sin conciencia de proyecto colectivo. Ese cortoplacismo termina volviéndose en contra, porque lo que parece alivio inmediato abre la puerta a crisis más profundas que devoran hasta lo poco que se intentó proteger.
El Estado argentino es hoy apenas una cáscara vacía. Mantiene en pie sus instituciones, pero ya nadie cree en ellas. El Congreso legisla de espaldas a la sociedad, la Justicia no imparte justicia, el Ejecutivo carece de rumbo, los organismos estatales son botines de reparto y refugios partidarios, la moneda ha dejado de existir como reserva de valor y la economía real se sostiene en la informalidad. La ciudadanía, cansada de esperar lo imposible, ya no deposita esperanza alguna en el Estado: lo evita, lo reemplaza con mecanismos propios o directamente lo abandona a través de la emigración.
Pero el problema más profundo no es institucional ni económico: es filosófico. La Argentina ha perdido el sentido de comunidad. Un Estado solo tiene razón de ser cuando organiza la vida en común hacia un horizonte de justicia y de bien común. Cuando ese sentido desaparece, lo que queda es una máscara hueca. La Argentina se ha transformado en un archipiélago de intereses individuales sin rumbo, donde la trascendencia y el ideal colectivo han sido reemplazados por un individualismo feroz y un conformismo degradante. La gran pregunta ya no es qué modelo económico aplicar o qué sistema político sostener: la pregunta radical es si queremos seguir siendo un país.
Aceptar que Argentina es un Estado fallido es doloroso, pero indispensable. Seguir hablando en condicional, «si no cambiamos, podemos caer», es un autoengaño. El fracaso ya ocurrió. La cuestión central es si existe todavía la voluntad de reconstruir. Y esa reconstrucción no podrá provenir de quienes se enriquecen en la ruina, de quienes negocian con la pobreza o de quienes venden la soberanía a cambio de palmadas extranjeras.
Será necesaria una refundación cultural, filosófica y espiritual. Habrá que volver a poner la soberanía por encima de la obediencia, el bien común por encima del interés personal, el patriotismo por encima del egoísmo, la multipolaridad por encima del sometimiento, y la comunidad por encima del «sálvese quien pueda».
Porque un Estado puede fallar. Pero lo que no puede fallar, sin condenarnos definitivamente, es la decisión de un pueblo de seguir existiendo como Nación.
Por Pablo Gabriel Miraglia
EMPRESARIO