La decisión de la Comisión Europea de desbloquear las negociaciones con el Mercosur tras 25 años de estancamiento constituye un ejercicio de realpolitik institucional.
Redacción DATA POLITICA Y ECONOMICA
Lejos de ser una mera simplificación arancelaria, el pacto representa la materialización de una estrategia de resiliencia frente a un mundo fracturado.
La división del texto en dos pilares —comercial (sujeto a mayoría cualificada) y político (requiriendo unanimidad)— no es un tecnicismo procedural, sino una ingeniería institucional destinada a eludir vetos previsibles. Francia, Polonia y, en menor medida, Italia, ya han expresado reservas estructurales, pero la geometría variable de la integración europea opera aquí con precisión: para bloquear el acuerdo, se necesitarían al menos cuatro Estados que representen el 35% de la población de la Unión. Un cálculo que Bruselas ha hecho con frialdad metódica.
El mecanismo de salvaguardas incorporado —activación automática ante incrementos del 10% en volúmenes de importación o caídas de precios— junto a un fondo de compensación de 1.000 millones de euros anuales, constituyen un seguro político para agricultores europeos. Estas cláusulas no son concesiones marginales, sino el precio de la viabilidad. Como señaló un negociador europeo en condición de anonimato: «Sin estas garantías, el acuerdo habría naufragado en 2019».
La Gramática Cambiada de la Globalización
El acuerdo que hoy se discute poco tiene que ver con el imaginado en 1999. Entonces, la lógica dominante era la de la eficiencia: desmantelar aranceles, integrar cadenas de valor, reducir costos. Hoy, el vocabulario es otro: autonomía estratégica, diversificación de riesgos, resiliencia sistémica. La guerra en Ucrania evidenció la vulnerabilidad europea en energía y alimentos; la rivalidad con China convirtió los minerales críticos y los commodities alimentarios en activos geopolíticos; el regreso de Trump recordó que el proteccionismo en los paises centrales es una amenaza permanente.
Esta recontextualización es crucial. El acceso preferente a la soja, litio y carne sudamericanos ya no se negocia en términos de competitividad, sino de seguridad nacional. La dependencia europea de fertilizantes rusos y gas natural —hasta 2022, el 45% del gas importado venía de Rusia— obligó a recalibrar prioridades. El Mercosur aparece así como un socio de proximidad geopolítica en un mundo donde las cadenas globales de valor se regionalizan.
La cláusula de condicionalidad ambiental —vinculación del acuerdo al cumplimiento del Acuerdo de París— refleja esta nueva lógica. No es una concesión a los verdes europeos, sino un mecanismo de protección contra dumping ecológico. Europa ya no negocia desde la superioridad moral, sino desde la vulnerabilidad calculada.
Entre el Acceso y la Subordinación
Para los países del Mercosur, el acuerdo representa una oportunidad bifronte. Por un lado, acceso privilegiado al mercado premium más grande del mundo —con aranceles cero para el 91% de las exportaciones— y un sello de credibilidad institucional para atraer inversiones. Por otro, el riesgo de reafirmar un modelo primarizador de sus economías, asumiendo el rol como exportador de commodities con escaso valor agregado.
Los números ilustran la paradoja: mientras la UE exportaría bienes industriales (maquinaria, automóviles, productos químicos), el Mercosur concentraría sus ventas en materias primas —carne bovina, soja, minerales—. El tratado podría así consolidar una división internacional del trabajo que muchos economistas sudamericanos consideran anacrónica. Como advirtió la CEPAL en un informe de 2023: «La integración inteligente con Europa exige políticas industriales complementarias que eviten la reprimarización».
La cláusula democrática —otro elemento novedoso— introduce además un factor de condicionalidad política. La Unión Europea ha aprendido de su experiencia con Venezuela y no repetirá el error de firmar acuerdos ciegos a regresiones autoritarias.
Lobbies y Resistencia Social
La ratificación final depende de complejos equilibrios internos en ambos bloques. En Europa, el lobby agrícola —especialmente ganadero y azucarero— mantiene una influencia desproporcionada en países como Francia, donde la PAC (Política Agrícola Común) sigue siendo un tabú político. El gobierno de Macron navega entre su retórica europeísta y la presión de un electorado rural que ya mostró su fuerza con los chalecos amarillos.
En el Mercosur, las divisiones son igualmente profundas. Brasil confía en que el acuerdo legitimará su rol como potencia agroexportadora, pero deberá enfrentar las críticas de quienes ven aquí una consolidación del modelo extractivista. Argentina, en cambio, oscila entre la necesidad de divisas y el temor a una desindustrialización prematura.
La cláusula de salvaguarda automática —que permite a la UE suspender liberalizaciones si hay daño económico demostrable— es quizá el mecanismo más ingenioso del acuerdo. Transforma un tratado de libre comercio en un instrumento de gestión de riesgos, donde la apertura está condicionada a la estabilidad política interna.
Hacia un Occidente Reconfigurado
El significado último de este acuerdo trasciende lo económico. En un mundo donde China ejerce su influencia a través de la Iniciativa de la Franja y la Ruta y Estados Unidos abraza el proteccionismo, Europa y Sudamérica ensayan una forma de integración basada en valores compartidos —democracia, multilateralismo, desarrollo sostenible—.
El acuerdo crearía un espacio económico de 780 millones de personas con un PIB combinado de 20 billones de euros —equivalente al de Estados Unidos—. Pero su verdadero valor es geopolítico: demostrar que el occidentalismo no ha muerto, sino que se reconfigure sobre ejes de cooperación sur-norte.
Como resume Roberto Jaguaribe, embajador brasileño y negociador clave: «Este no es un acuerdo sobre quién vende más, sino sobre cómo organizamos la producción global en una era de crisis climática y fragmentación». La frase captura la esencia del momento: ya no se negocia para optimizar la globalización, sino para sobrevivir a sus contradicciones.
Entre la Oportunidad y la Subordinación
La probable firma en diciembre de 2025 —tras las elecciones europeas y el cambio de administración en Brasil— será menos un punto final que un nuevo comienzo. El acuerdo contiene cláusulas de revisión quinquenal que lo convierten en un organismo vivo, adaptable a nuevas realidades.
Su éxito no se medirá por los flujos comerciales inmediatos, sino por su capacidad para generar confianza estratégica entre regiones que históricamente se miraron con desconfianza. En eso, quizá, resida su mayor innovación: haber transformado la letra muerta de un tratado comercial en el germen de una alianza civilizatoria.
Riesgos y Alternativas para el Mercosur
La firma en diciembre de 2025 no será el fin de la historia, sino el comienzo de una nueva dependencia o, quizá, de una finalmente madura relación entre iguales. Un mal acuerdo UE-Mercosur será recordado como el test que definió si Sudamérica acepta un rol subalterno en el orden global o construye caminos propios. El riesgo es que Europa ofrece un lugar en su decadencia: mercado envejecido, tecnología de segunda y condicionalidad permanente, y un acuerdo donde el Mercosur sea solo un proveedor de materias primas, consolidando el modelo clásico de división internacional del trabajo.
La verdadera integración comenzaría cuando el Mercosur negocie como bloque cohesionado, exija reciprocidad real y priorice cadenas de valor regionales. Como resume el analista uruguayo Roberto García: «No necesitamos más socios que nos vean como colonias de recursos. Necesitamos aliados que respeten nuestra voluntad de desarrollo». La autonomía estratégica del Mercosur dependerá de su capacidad para transformar este acuerdo en una herramienta de desarrollo soberano, no de subordinación periférica.