El rebote inflacionario: cuando el termómetro económico vuelve a marcar fiebre


En la economía argentina, la inflación es mucho más que un indicador: es un termómetro social, un reflejo de tensiones estructurales y, muchas veces, un disparador de decisiones políticas.


Tras un breve respiro, el dato de julio confirmó que la calma fue apenas una tregua. El Índice de Precios al Consumidor (IPC) avanzó un 1,9 %, un repunte que, aunque no dramático en términos históricos, enciende señales de alerta por su composición y por lo que proyecta hacia adelante.

La inflación acumulada en lo que va de 2025 asciende al 17,3 %, con un 36,6 % interanual. El verdadero impacto, sin embargo, se percibe en el rubro más sensible: Alimentos y bebidas no alcohólicas, que también subió 1,9 %, triplicando la variación de junio (0,6 %). En un país donde más del 40 % del gasto de los hogares de menores ingresos se destina a la comida, este tipo de movimientos no son meras estadísticas: son golpes directos a la capacidad de compra y a la calidad de vida.

La fragilidad detrás de la desaceleración

Mayo había marcado un récord positivo: 1,5 %, la inflación más baja en cinco años. Junio apenas trepó al 1,6 %, alentando la narrativa oficial de que se estaba consolidando una tendencia descendente. Sin embargo, el rebote de julio muestra que el proceso de desaceleración es frágil. La inflación núcleo —que excluye precios regulados y estacionales— se ubicó en 1,5 %, el nivel más bajo desde 2018, pero este logro convive con señales que anticipan presiones crecientes.

El factor cambiario es clave: el dólar subió un 14 % en julio, y ese impacto aún no se trasladó por completo a precios. Históricamente, la inercia inflacionaria argentina amplifica estos movimientos, sobre todo en alimentos, insumos importados y bienes transables.

Sectores en alza y en baja

No todo subió en julio. Prendas de vestir y calzado registró una caída del –0,9 %, reflejo de la apertura importadora que presiona sobre la producción local. En contraste, Recreación y cultura se disparó un 4,8 %, mientras Transporte y Restaurantes y hoteles aumentaron un 2,8 %, empujados por la estacionalidad de las vacaciones de invierno y el encarecimiento de servicios.

Estos datos confirman un patrón: mientras los bienes muestran cierta contención de precios, los servicios mantienen un dinamismo inflacionario más difícil de frenar, por su dependencia de salarios, tarifas y demanda interna.

Lo que viene: un agosto con presiones

Los analistas coinciden en que agosto difícilmente repita la moderación relativa de los últimos tres meses. La consultora EcoGo proyecta que solo en alimentos la suba podría superar el 2,2 %, impulsada por la devaluación y el ajuste de costos en cadenas de producción y distribución. El Banco Central, por su parte, sostiene una política de tasas altas (TIREA por encima del 69 %) para anclar expectativas, pero la efectividad de esta estrategia depende de que no se produzcan nuevos shocks cambiarios o fiscales.

Inflación como problema estructural

Más allá de los números mensuales, el fenómeno revela una verdad incómoda: Argentina sigue atrapada en un régimen de inflación crónica, donde la estabilidad es episódica y vulnerable a cualquier perturbación externa o interna. Sin un programa integral que combine disciplina fiscal, coordinación de precios y salarios, y un ancla creíble para el tipo de cambio, cada desaceleración se convierte en un interludio antes de la próxima aceleración.

Julio dejó una advertencia clara: la inflación puede bajar, pero sin atacar las causas de fondo —desde la puja distributiva hasta la dependencia de insumos importados—, cada mejora será provisional. La política económica enfrenta, otra vez, el desafío de convertir una pausa en un cambio de tendencia. Y el tiempo para hacerlo se acorta.