Perú es hoy un laboratorio social y político que, a la distancia, funciona como advertencia para otros países de la región. El mileísmo argentino —con su proyecto de desarticulación del Estado, criminalización de la protesta y concentración del poder en núcleos económicos y mediáticos afines— encuentra en el modelo peruano un ejemplo acabado de hacia dónde puede conducir un orden político que, bajo el ropaje de la democracia formal, erosiona las bases mismas de la representación popular.
Del fujimorismo a la “democracia tutelada”
El punto de inflexión moderno en la política peruana fue el gobierno de Alberto Fujimori (1990-2000), cuya “autocracia neoliberal” combinó políticas económicas de apertura irrestricta, privatizaciones masivas y una estrategia de control político sustentada en la manipulación institucional. El autogolpe de 1992, con la disolución del Congreso y el control de la prensa, marcó el inicio de un ciclo en el que el poder se subordinó a intereses empresariales y a la lógica del orden represivo. Si bien Fujimori cayó en desgracia en 2000, las estructuras de poder económico, judicial y mediático que consolidó permanecieron intactas, funcionando como una suerte de “poder tutelar” que condiciona a todos los gobiernos posteriores.
La democracia administrada y el continuismo neoliberal
Tras la caída de Fujimori en 2000, muchos esperaban una reversión del modelo. Sin embargo, Alejandro Toledo, Alan García en su segundo mandato, Ollanta Humala y Pedro Pablo Kuczynski mantuvieron intactos los pilares económicos heredados. Incluso gobiernos que se presentaron como progresistas —como el de Humala— se alinearon rápidamente con el establishment empresarial y financiero.
El Congreso, con baja legitimidad social, pasó a ser una herramienta de bloqueo y disciplinamiento antes que un ámbito de deliberación democrática.
El resultado fue una democracia formal pero vaciada de contenido: partidos débiles, alta rotación presidencial y escasa capacidad para generar políticas públicas estructurales. La economía creció impulsada por el boom de los commodities, pero sin traducirse en un verdadero desarrollo social. La desigualdad persistió, y la informalidad laboral superó sistemáticamente el 70%.
El ciclo de Pedro Castillo: esperanza y derrumbe
En 2021, la elección de Pedro Castillo, un maestro rural y sindicalista, representó la irrupción de un sujeto político históricamente marginado en el corazón del poder. Su triunfo encarnó la expectativa de un gobierno popular que diera voz a las regiones excluidas, impulsara reformas agrarias y fortaleciera la soberanía nacional.
Sin embargo, desde el inicio fue acosado por una ofensiva coordinada de los núcleos de poder económico, mediático y judicial, así como por un Congreso hostil que utilizó reiteradamente la figura de la “vacancia por incapacidad moral” como mecanismo de desestabilización. A esto se sumaron errores políticos y vacilaciones internas, que debilitaron su capacidad de respuesta. El desenlace llegó en diciembre de 2022, cuando su fallido intento de disolver el Congreso precipitó su destitución y encarcelamiento.
Dina Boluarte y el deterioro democrático
La sucesión de Dina Boluarte, vicepresidenta electa junto a Castillo, no significó una continuidad de su proyecto, sino un giro hacia un gobierno de alianza tácita con las élites que antes habían combatido a su compañero de fórmula. El costo fue altísimo: decenas de manifestantes muertos en protestas, denuncias de violaciones a los derechos humanos y una creciente percepción de que la democracia peruana se ha transformado en una fachada bajo control de minorías privilegiadas.
El descontento popular persiste y se amplifica, con movilizaciones que reclaman una Asamblea Constituyente y el fin de un orden político percibido como ilegítimo.
Un espejo incómodo para Argentina
La trayectoria peruana, desde el fujimorismo hasta Boluarte, muestra los efectos de un sistema político donde el poder real no reside en el voto popular, sino en conglomerados empresariales, financieros y mediáticos capaces de condicionar —y, si es necesario, derribar— cualquier gobierno que desafíe sus intereses.
En Argentina, el mileísmo parece ensayar una receta similar: debilitar los contrapesos institucionales, favorecer a grupos concentrados, vaciar de contenido la democracia representativa y reprimir con dureza las expresiones de disenso. El riesgo es claro: un país con instituciones formales pero sin capacidad efectiva de garantizar justicia social, participación ciudadana ni soberanía política.
Perú no es solo un caso lejano; es una advertencia tangible. En su historia reciente se puede leer un guion que, si no se frena a tiempo, podría repetirse con variantes locales en suelo argentino.
