Trump, el ilusionista: proteccionismo para salvar la globalización

Mientras Donald Trump finge dinamitar el orden global con medidas arancelarias y discursos nacionalistas, en realidad fortalece los intereses del gran capital norteamericano. Su verdadero blanco no es la globalización, sino las instituciones democráticas que aún pueden limitar el poder económico y geopolítico de Estados Unidos.


Desde que Donald Trump irrumpió en la escena política con su promesa de “hacer América grande otra vez”, el discurso proteccionista volvió al centro del debate económico mundial. Aranceles al acero canadiense, restricciones a productos chinos, renegociación de tratados, amenazas a empresas que deslocalizan empleos. Para muchos, esta batería de medidas representa un giro irracional, casi anacrónico, que amenaza con desmantelar la globalización construida durante décadas.

Pero esa lectura es superficial. El proteccionismo de Trump no es un arrebato nostálgico ni una reacción populista sin rumbo. Es un proyecto estratégico, diseñado para reconfigurar la globalización en clave estadounidense, asegurando que siga siendo funcional al poder económico y militar de EE. UU.

Lejos de desmontar el sistema global, Trump intenta preservarlo bajo condiciones más favorables para su país. Cuando la globalización permitía deslocalizar fábricas, importar barato y contener salarios en casa, era celebrada. Pero cuando China comenzó a competir en sectores tecnológicos avanzados —autos eléctricos, inteligencia artificial, telecomunicaciones—, el libre comercio dejó de ser conveniente. Así nació el nuevo proteccionismo.

En ese marco, los aranceles son una herramienta de presión geopolítica, no una negación de la globalización. Funcionan como palanca para negociar acceso a mercados, controlar cadenas de suministro y blindar sectores clave. No se trata de cerrar la economía, sino de concentrar aún más el poder dentro del centro del sistema.

Y es ahí donde aparece la paradoja. Al tiempo que Trump se muestra como un líder que desafía al “establishment globalista”, refuerza los privilegios del capital transnacional. La concentración del comercio en dólares —que aún representa más del 80 % de las transacciones internacionales— garantiza a EE. UU. un poder financiero descomunal. Ninguna administración, por más “patriótica” que se declare, va a renunciar al privilegio de emitir la moneda de reserva global.

En este juego de espejos, lo que sí está en riesgo no es la globalización, sino la democracia. El economista Dani Rodrik lo explicó con claridad en su “trilema de la globalización”: no se puede tener al mismo tiempo democracia, soberanía nacional e hiper-globalización. Hay que elegir. Trump ha elegido la soberanía y la globalización. La democracia queda como variable de ajuste.

Bajo el ropaje del nacionalismo económico, se esconde una estrategia para debilitar los controles institucionales, manipular la opinión pública, erosionar derechos laborales y construir un enemigo interno —el inmigrante, el extranjero, el diferente— como chivo expiatorio de la frustración social. Todo al servicio de una elite que se beneficia tanto del proteccionismo como del libre comercio, según convenga.

Trump no viene a destruir el orden global. Viene a asegurarse que ese orden siga girando en torno a los intereses de su país. Lo que sacrifica en el camino no es la globalización, sino las condiciones democráticas que podrían oponerse a esa lógica. Por eso, más que un proteccionista, es un ilusionista: mientras agita banderas y levanta muros, detrás del telón consolida un poder aún más excluyente, silencioso y peligroso.

Juan Carlos Palacios Cívico

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