El peronismo frente al abismo.


El movimiento que alguna vez representó el corazón del pueblo argentino atraviesa una crisis profunda de representación, liderazgo y sentido. Fragmentado, sin narrativa ni conducción clara, el peronismo se enfrenta al desafío de reconstruirse en un país marcado por la desigualdad, el avance de nuevos poderes territoriales y el auge de la antipolítica. ¿Resurgimiento o extinción? La respuesta definirá una parte crucial del destino nacional.

Antonio Muñiz


La política argentina atraviesa un momento de extrañeza y mutación profunda. Javier Milei, un outsider que irrumpió en la escena con la furia de lo inesperado, hoy ocupa el centro del poder. Mientras tanto, el peronismo –tradicional eje vertebrador del sistema político argentino– permanece a la deriva, fragmentado, sin respuestas y desdibujado en la periferia de la escena nacional.

Las recientes elecciones provinciales en Jujuy, Salta, San Luis, Chaco y Santa Fe reflejan con crudeza este retroceso: participación ciudadana en mínimos históricos, derrotas categóricas, desmovilización militante y una dirigencia desconectada de su base tradicional. El movimiento que supo ser la herramienta de los sectores populares parece hoy un eco distante, incapaz de interpelar las demandas del presente.

La orfandad política y el peronismo sin pueblo

En un país donde el voto es obligatorio, la baja participación electoral es un síntoma alarmante. En Chaco votó apenas el 52,1% del padrón; en Salta, el 58,8%; en San Luis, el 60%. Se trata de una tendencia en ascenso desde 2023, cuando la participación nacional cayó al 76,3%, la cifra más baja en dos décadas. No es solo apatía: es desilusión, cansancio y ruptura. Para muchos, votar ya no implica expectativa de cambio alguno.

La marginalización económica también se traduce en una exclusión política: quien queda fuera del circuito productivo, sin empleo ni oportunidades, reduce su consumo a la mera subsistencia y pierde, poco a poco, su capacidad efectiva de ejercer derechos. La pobreza erosiona la ciudadanía.

El sociólogo Juan Carlos Torre advirtió en 2017 que el sistema comenzaba a generar “huérfanos políticos”: ciudadanos sin representación real. Aquella categoría –surgida tras el estallido del 2001– hoy recobra vigencia. ¿Está viviendo el peronismo su propio 2001? Aquel “que se vayan todos” mutó en un corrosivo “no me interesa ninguno”, que desactiva incluso la indignación.

Internas, fracturas y desconexión territorial

Lejos de erigirse como una alternativa al oficialismo libertario, el peronismo  naufraga en internas estériles, pactos contradictorios y una creciente pérdida de referencia territorial. En Salta, la intervención partidaria llegó tarde, permitiendo que Gustavo Sáenz –histórico aliado de Sergio Massa– sellara su acercamiento al oficialismo sin consecuencias. En Jujuy, el kirchnerismo optó por fusionarse con Rubén Rivarola, empresario mediático acusado de colaborar con Gerardo Morales, lo que desembocó en una derrota aplastante.

En San Luis, Claudio Poggi –ex peronista devenido en aliado de Juntos por el Cambio– barrió a una estructura provincial de Rodriguez Saa. En Chaco, Jorge Capitanich no logró retener su histórica base de apoyo, debilitado por la falta de alianzas estratégicas y por la desconexión con liderazgos locales como el de Magda Ayala.

Los fracasos provinciales son síntomas de un problema mayor: la incapacidad del peronismo para leer los cambios en la matriz socioeconómica y territorial del país.

Un nuevo mapa productivo, un viejo aparato en crisis

El país asiste al nacimiento de una nueva matriz productiva que desafía los marcos tradicionales de la política. El auge de la minería –con el litio como estandarte en el norte–, el crecimiento de la producción energética en la Patagonia, el poder de los agronegocios en la región centro, los proyectos de energías renovables y la digitalización acelerada, están transformando las bases materiales de las provincias. Este proceso genera nuevos ganadores y perdedores, pero sobre todo produce una nueva distribución del poder económico y simbólico.

Frente a esta realidad, emergen burguesías provinciales fortalecidas, con creciente autonomía frente a los liderazgos nacionales. La reforma constitucional de 1994 consolidó un federalismo fragmentado, donde cada provincia opera como enclave político-económico con lógica propia. Gobernadores con poder cuasi-feudal, pactos tácticos con el Ejecutivo de turno y escasa articulación regional son parte del nuevo paisaje. El peronismo, anclado aún en una lógica centralista y vertical, no logra adaptarse a esta nueva configuración del poder.

Sin conducción ni horizonte

Cristina Fernández de Kirchner conserva la presidencia formal del PJ, pero su liderazgo ya no ordena. Axel Kicillof gestiona la provincia de Buenos Aires con dificultades crecientes, condicionado por el ajuste libertario y por un internismo sin tregua. Sergio Massa, tras su derrota electoral, permanece en un silencio estratégico que ya supera el año y medio.  La conducción del espacio está vacante, con múltiples liderazgos parciales que no logran proyectarse más allá de sus territorios, todo esto es evidencia de un vacío de conducción en el corazón del espacio.

Algunos gobernadores intentan emerger. Ricardo Quintela en La Rioja busca consolidar un polo alternativo con ambiciones nacionales. Gildo Insfrán en Formosa gestiona con eficiencia relativa, pero no ha trascendido los límites provinciales. Otros, como Raúl Jalil en Catamarca o Osvaldo Jaldo en Tucumán, coquetean abiertamente con el oficialismo libertario, dejando entrever que incluso en el norte argentino, la identidad peronista comienza a disolverse.

Un eventual triunfo en la Ciudad de Buenos Aires o en la Provincia podría atenuar el deterioro, pero no resolverá el problema estructural: el peronismo carece hoy de un horizonte de reconstrucción claro, una narrativa renovada y liderazgos con proyección.

Del voto bronca al voto huérfano

Si en 2001 el “voto bronca” expresaba una protesta activa contra el sistema, hoy predomina una indiferencia resignada. Ni siquiera el ajuste feroz del gobierno libertario ha logrado activar una reacción opositora organizada. Los derechos se licúan, el trabajo se precariza, la pobreza se profundiza, y sin embargo el peronismo permanece dividido, inmóvil o directamente ausente.

La “unidad hasta que duela” de 2019 fracasó en su propósito: no logró sintetizar una alternativa superadora, y terminó disolviéndose en contradicciones nunca resueltas. Sin programa, sin relato, sin calle, el peronismo se convierte en un actor testimonial frente a una sociedad que espera algo mas de él.

¿Reinvención o extinción?

La pregunta no es meramente electoral, sino existencial. ¿Puede el peronismo reinventarse en este nuevo ciclo histórico? ¿Existen liderazgos capaces de reconstruir un vínculo con las mayorías? ¿Puede la militancia tejer desde abajo lo que las cúpulas son incapaces de ofrecer?

La orfandad de representación no se resuelve con discursos vacíos ni con operaciones de coyuntura. Requiere conexión con las urgencias concretas: comida, trabajo, dignidad. Mientras una parte del electorado flirtea con la antipolítica, otra duda en silencio y una mayoría simplemente se desconecta.

En ese abismo entre la necesidad y la respuesta, entre la historia y el presente, el peronismo juega su destino. No se trata solo de ganar o perder elecciones, sino de volver a ser una herramienta de transformación o resignarse a convertirse en una reliquia: un nombre sin pueblo, una bandera sin causa.