La parábola de la caverna, narrada por Platón, nos habla de una humanidad encadenada, que solo ve sombras proyectadas en una pared. Viven engañados, creyendo que esas sombras son la realidad. Hasta que uno de ellos se libera, sube, y ve la luz del sol. Pero cuando regresa a contar la verdad, los demás lo rechazan. Prefieren las sombras. El conocimiento, para el encadenado, no solo es difícil: es peligroso.
Siglos más tarde, en «El nombre de la rosa», Umberto Eco retrata a Jorge de Burgos, el monje ciego que guarda con celo un libro prohibido: el segundo libro de la Poética de Aristóteles, el que habla de la risa. ¿Por qué lo esconde? Porque la risa libera, y quien ríe no teme. Y quien no teme, no obedece ciegamente. Entonces, la risa es peligrosa para el orden establecido. Jorge representa al custodio del dogma que prefiere matar antes que permitir el acceso libre al conocimiento. Mejor sombras que luz. Mejor temor que conciencia.
En esta línea de pensamiento, el papado de Francisco puede leerse como el intento más profundo del S.XXI por romper las cadenas de la caverna, abrir las puertas de la biblioteca prohibida y volver a poner la fe al servicio del hombre real, no del sistema eclesiástico. Francisco no fue un Papa para devotos de museo ni guardianes de la nostalgia. Fue un pastor de barro, de frontera, de barrio. Vio que el mundo no está discutiendo dogmas, sino su propia supervivencia: hombres reducidos a algoritmos, relaciones sustituidas por dispositivos, pueblos desarraigados por un progreso que no los incluye.
Y ahí fue. Salió de la sacristía y habló en foros globales, en los márgenes, en todos los sitios posibles. Molestó a los Jorge de Burgos de la Iglesia, que lo acusaron de «modernista», «blando», «populista», simplemente por intentar traducir la fe al idioma de los que sufren. Francisco sabía -como sabía también el prisionero de la caverna- que cuando uno intenta mostrar la verdad, la primera reacción no es gratitud, es furia. Los dogmáticos no soportan que se prenda la luz. Por eso no pisó Argentina, y aun así encontró la paz.
Y sin embargo, la luz fue encendida. Francisco entendió que la verdad, si no se hace carne en la historia, se convierte en sombra. Que la fe, si no toca el hambre, el dolor, la injusticia, se convierte en ceniza. Que la Iglesia, si no se anima a ensuciarse en el barro del mundo, se convierte en biblioteca cerrada. Por eso su papado fue incómodo. Porque fue evangélico.
Hoy, tras su partida, muchos intentarán vaciar su legado, domesticarlo, archivarlo. Querrán volver a la caverna, cerrar la biblioteca, repetir viejas fórmulas. Pero no podrán. Ya conspiran las fuerzas que temen el despertar: masones, ingleses, el estado profundo. Porque cuando alguien enciende una antorcha en la oscuridad, su luz no muere; la memoria de su fulgor persiste, incluso en la sombra.
Francisco no fue un reformador litúrgico. Fue un militante de la encarnación, alguien que entendió que Dios no necesita defensa, necesita testigos. Y el testimonio más fuerte no es el que recita el catecismo: es el que camina con el pueblo, que organiza, que escucha, que denuncia, que siembra esperanza donde otros solo siembran culpa.
Platón, Eco y Francisco nos dejan una misma enseñanza: la verdad, cuando se encarna, duele. Pero también libera. Y la Iglesia -si quiere ser fiel a Cristo- deberá elegir entre seguir custodiando sombras o salir, de una vez por todas, al sol del mundo real.
Luis Gotte
La trinchera bonaerense