El pontífice argentino dejó un legado que trasciende lo religioso: un llamado urgente a construir un sistema económico centrado en la dignidad humana y la justicia social. Su impulso a iniciativas como la Comisión del Jubileo refleja una visión estructural de los desafíos globales.
La muerte del papa Francisco marcó no solo el final de un pontificado singular, sino también el de una voz firme que interpeló a la economía mundial desde un lugar inusual: el de la moral colectiva. Jorge Mario Bergoglio, nacido en una Argentina golpeada por crisis económicas recurrentes, llevó al escenario global una preocupación que lo acompañó toda su vida: el drama de los sistemas que privilegian las ganancias por encima de la vida humana.
El artículo de los economistas Martín Guzmán y Joseph E. Stiglitz, publicado en medios internacionales tras su fallecimiento, recuerda cómo Francisco vio en la injusticia económica no solo una falla técnica, sino un síntoma de la pérdida de sentido ético en el orden mundial. La necesidad de repensar el rol de los mercados, las regulaciones, y la arquitectura financiera internacional fue una constante en su magisterio.
La encíclica Laudato Si’ (2015) fue uno de los hitos donde expuso su mirada sistémica: la crisis ambiental, social y económica son caras de un mismo modelo que explota a las personas y al planeta. Francisco denunció la «cultura del descarte» que transforma a seres humanos en residuos y llamó a una «conversión ecológica» profunda, que incluya la economía.
Durante la pandemia de COVID-19, su intervención para pedir una flexibilización de las patentes sobre las vacunas ante la Organización Mundial del Comercio demostró su compromiso con la equidad global en momentos críticos. Como recuerda Guzmán, Francisco priorizó la vida humana por encima de los intereses corporativos.
Pero su proyecto más ambicioso quizás haya sido la creación de la Comisión del Jubileo, una iniciativa para repensar el sistema de deuda soberana que asfixia a muchos países en desarrollo. Inspirado en la tradición bíblica del Jubileo —el perdón periódico de las deudas—, Francisco entendía que no se trataba de un gesto de caridad, sino de una reparación necesaria para restaurar la justicia.
La deuda externa, como alertaron informes recientes de organismos como la ONU y el Banco Mundial, se ha convertido en una trampa que impide a los países invertir en salud, educación e infraestructura. Para Francisco, esta realidad no era solo un problema técnico: era una violación al derecho de los pueblos a un desarrollo digno.
La Comisión del Jubileo, que presentará sus propuestas en el Vaticano este verano, apunta a reformas profundas. Entre ellas, se incluyen mecanismos más rápidos y transparentes de reestructuración de deuda, una mayor responsabilidad de los acreedores privados y un cambio en el rol de las instituciones multilaterales, que —como denunció el propio Francisco— a menudo actúan como defensoras de intereses creados más que como promotoras del bien común.
Analistas como Jeffrey Sachs, quien trabajó estrechamente con Francisco en foros internacionales, han destacado cómo el Papa supo poner en agenda temas silenciados, como la necesidad de democratizar las finanzas globales y repensar la gobernanza de organismos como el FMI y el Banco Mundial.
En definitiva, el legado económico de Francisco se resume en una premisa tan simple como profunda: la economía debe estar al servicio de las personas, no al revés. Esta visión no se limita a denuncias. A lo largo de su pontificado, impulsó acciones concretas, foros de diálogo y propuestas técnicas para caminar hacia un modelo más humano, inclusivo y sostenible.
La tarea que deja pendiente es inmensa. Pero también deja una hoja de ruta clara: enfrentar las injusticias estructurales no es opcional si se quiere construir un futuro donde la dignidad humana sea el centro y no la periferia del sistema económico global.
El desafío ahora es que su voz no quede como un eco piadoso en la historia, sino como un llamado urgente a la transformación.
AM