Los militantes sociales y políticos estamos viviendo tiempos de confusión, dolor, perplejidad, desconcierto… Cuando converso con algunos de ellos, cuando los leo, me encuentro una y otra vez con la misma sensación.
Los párrafos que siguen son un intento de aportar a la reflexión no para aportar “soluciones” ni recetas ya que no estoy en condiciones de poderlas dar; solo buscan acercar elementos que quizás para algunos resulten de interés para incorporar a los propios análisis.
Voy a intentar tomar un poco de distancia de las circunstancias inmediatas: (Cripto estafa, nombramiento de jueces por decreto, amenazas de intervención a la provincia de Buenos Aires…) Quisiera reflexionar sobre nuestra realidad haciendo una mirada más contextual y general.
LAS DEMOCRACIAS «FALLIDAS»
Los estados nacionales en general han asumido en el mundo moderno el formato republicano como modelo de gobierno. El “estado de derecho” que es algo así como el pacto constitutivo de nuestras sociedades, se basa en textos constitucionales que explicitan los acuerdos de los pueblos que viven en los distintos territorios.
En este contexto, las democracias aparecen como los formatos de organización social que mejor permiten la realización de estos estados de derecho.
Para la gente de a pié, la vida democrática ha sido considerada como la posibilidad de alcanzar una vida mejor. Y así se ha entendido en todo el mundo occidental, al menos.
¿De qué se trata esa “vida mejor”? En el imaginario popular diríamos que es la vida en una sociedad que permita tener cubiertas las necesidades elementales (alimentación, salud, techo…), que permita acceder a trabajos no esclavos (“trabajo decente”), acceder al progreso a través de las oportunidades que brinda la educación… Elementos fundamentales de esta “vida mejor” es poder vivir en sociedades más justas, igualitarias, respetuosas, pacíficas, seguras…
Depende cómo se lo mire, esto puede parecer poco o muchísimo. Si se quiere, esta primer paradoja es un primer desafío y tensión cada vez más presente.
Las democracias, en su construcción global, permitieron que los pueblos reconocieran en sus formalidades institucionales, todas estas expectativas, como “derechos humanos y sociales”. No se trataría, por tanto, de un sueño o un deseo utópico, sino de una exigencia para los estados y, por ende, para las democracias.
La construcción social de este imaginario no se hizo livianamente. Desde la Revolución Francesa -por poner un hito fundacional- hasta nuestros días, fue atravesando procesos históricos en los distintos pueblos en donde los derechos se fueron afirmando al tiempo que se reconocía la importancia de la participación popular para que esto efectivamente sucediera. Participación popular que no siempre fue pacífica y que no pocas veces tuvo que enfrentarse duramente con los poderes e intereses establecidos para poder alcanzar lo que se proponía. La historia de los derechos tiene muchos mártires en su haber…
Entre tanto, occidente atravesó desde el siglo pasado hasta nuestros días por dos guerras mundiales, una guerra “fría”, dictaduras y terrorismo de estado, desapariciones, genocidios… En medio de tanta devastación, el ideal democrático sostuvo la mirada y el horizonte esperanzado de los pueblos. A todas aquellas calamidades sería posible dejarlas atrás con democracias que funcionaran adecuadamente y tuvieran continuidad.
Esta última afirmación, es una de las claves de comprensión de este escrito. Las pesadillas mencionadas más arriba desarticularon la institucionalidad en las sociedades, pero, además, repitieron las condiciones que llevaron a la miseria, a la esclavitud, a la degradación, a la exclusión, al aislamiento… a grandes grupos sociales.
Los pueblos se propusieron reconstruir sus instituciones y, en particular el funcionamiento de las propias democracias para poder superar las noches oscuras que debieron atravesar. Sin embargo, en no pocos casos, las reconstrucciones democráticas pusieron más esfuerzos en reconstruir las instituciones nacionales y no siempre -quizás demasiadas pocas veces- en transformar la realidad de las vidas de sus pueblos.
La propuesta cultural consumista del sistema capitalista y política del neoliberalismo, el desarrollo de las nuevas tecnologías y la influencia creciente de los medios de comunicación, hicieron el resto: un individualismo exacerbado ha ganado el corazón de las mayorías en todos los países de occidente, y, con él viene creciendo como un alud imparable, la desconfianza popular en el funcionamiento de la democracia. Aquel ideal, aquella utopía de un mundo mejor surgido de la institucionalidad ha quedado muy lejos y cada vez son menos los que confían en que los sistemas políticos actuales les permitirán alcanzar lo que buscan y desean.
Además, una nueva “tecnoderecha”, el “feudalismo tecnológico” como algunos lo empiezan a llamar, descree públicamente del Estado y considera que aquella construcción soñada por tantos durante tanto tiempo, es solo una gran “estafa” a los pueblos, como afirma sin ninguna vergüenza el Presidente Milei.
El contexto especulativo, los grandes negociados internacionales, las guerras, los avances médicos, los narco negocios… han posibilitado el crecimiento de la riqueza en muy pocas manos. Un puñado de “billonarios” que han construido fortunas que superan toda imaginación y alejan a la humanidad día a día del ideal de igualdad y fraternidad que proponía la Revolución Francesa…
Hay una cuestión que agrava aún más la situación: el sistema democrático ha servido para crear un grupo social privilegiado formado por los políticos y los funcionarios. Para el mundo libertario son “la casta”. Personas que, pase lo que le pase a sus pueblos en general, siempre serán los últimos en sufrir las consecuencias de un mundo injusto y desigual. Y logran beneficiarse y permanecer en sus privilegios -e incluso incrementarlos- sea cual fuere su filiación política individual.
No se trata de personas que funcionan solo a nivel “nacional”: el mundo post segunda guerra ha ido generando una burocracia internacional extremadamente costosa y que cada vez queda menos claro si los logros que han podido alcanzar compensan las inversiones que estas estructuras demandan.
(A esta altura del escrito, creo conveniente recordar que no estoy hablando solo de Argentina. Se trata de una cuestión que va mucho más allá y que se expresa de manera dramática en muchos países del mundo, con características propias, pero como parte de una cuestión generalizada. En Argentina, esta característica se llama el “fenómeno Milei”.)
Es necesario que nos detengamos un momento ante la cuestión de las “democracias fallidas”. Para mucha gente de a pié, las democracias han fracasado o lo están haciendo. Están cada vez más convencidos que las democracias no les permitirán alcanzar lo que quieren para sí.
Cuando esto sucede, las respuestas de los pueblos son diversas, algunos expresan total desinterés o indiferencia por la política, otros hacen resurgir ideas anarquistas, otros levantan banderas neonazis, otros buscan “castigar” a los beneficiados del sistema votando propuestas totalmente inviables, otros tratan de incorporarse a los ecosistemas de los nuevos billonarios para intentar alcanzar algún beneficio que de ellos se desprenda… por citar algunas de las respuestas que se pueden observar.
Incluso, para los que continuamos defendiendo la democracia como “el mejor sistema posible” se nos hace cada día más difícil sostener esta postura. Porque una cosa es el ideal democrático y otra muy distinta las democracias concretas en las que vivimos.
Lo que podemos mostrar como logros es realmente magro ante tantas necesidades. Y la mayoría de la gente, además, tiene la sensación de que estamos retrocediendo, aún cuando hemos logrado algunas cosas positivas, que llegan a la gente más como dádivas que como derechos… más allá de nuestros discursos en dirección contraria.
Es necesario que nos preguntemos con toda seriedad: ¿Ha fracasado la democracia? Muchos de nosotros podemos encontrar muchos motivos para responder que no. La democracia ha permitido muchas cosas realmente importantes para los pueblos. Podríamos sintetizarlas afirmando que ha sido el formato social que permitió la ampliación de los derechos. Sin embargo, es igualmente cierto que para demasiadas personas, sectores y grupos, esta afirmación les va quedando cada día más lejana y extraña. En particular, creo que son muchos los jóvenes que expresan que aquellos avances corresponden a generaciones anteriores de las que ellos no se sienten parte ni beneficiarios y por tanto no sienten ni la necesidad ni la obligación de reivindicar.
Por eso hemos elegido la expresión de “democracias fallidas” a la caracterización de nuestros contextos globales de occidente.
Y POR CASA, ¿CÓMO ANDAMOS?
Luego de esta mirada que algunos seguramente podrán considerarán pesimista de la realidad global, quiero analizar nuestra propia experiencia argentina.
Miei aparece como la pieza de rompecabezas perfecta para encajar en el escenario que venimos describiendo.
Un violento, irrespetuoso, disruptivo que viene a decirle a las y los argentinos que nuestro gran problema es la casta y que si nos la sacamos de encima -y con ella todas las formalidades e institucionalidades- y permitimos que cada uno se arregle de la mejor manera posible, vamos a alcanzar los sueños que la democracia no nos puede garantizar más.
Como se trata de una situación global, en diferentes países hay otros “Milei”. En algunos casos gobiernan y en otros acechan con muchas posibilidades de acceder al poder que, paradójicamente, esas democracias les permitirán alcanzar.
Milei lleva adelante propuestas disparatadas, inviables o corruptas (como la cripto estafa). Pero creo que no es en ese campo en el que podemos hacerle frente. La sociedad está mirando otra película. Siento que estamos desgastando palabras como “escándalo”, “intolerable”, “vergonzoso”… repitiéndolas hasta el cansancio sin generar ningún cambio ni reacción social.
La gran pregunta que me hago todos los días es qué podemos ofrecer nosotros, los que seguimos creyendo en algunos valores humanistas y sociales, para construir una realidad diferente que vuelva a hacernos soñar con los valores que la democracia nos había enamorado.
En general, quienes aún peleamos por estos ideales somos muchos que hemos sido privilegiados por este sistema. Como tal, a nuestros conciudadanos no les queda tan claro si lo que buscamos al reivindicar los valores democráticos, es un país mejor para todos o mantener los propios privilegios. Y esto hace que desconfíen profundamente de nuestros discursos y, sobre todo, de nuestras prácticas. Para muchos argentinos, defender la democracia es defender los privilegios de los privilegiados. Y no se sumarán a estas luchas ni levantarán ya sus banderas. (Dolorosamente veo que esto está sucediendo hasta cuando nos toca defender los derechos humanos, en donde nuestro país llevó adelante una lucha ejemplar a nivel mundial…)
Hace poco, un amigo me decía que la pandemia había que entenderla también en esta “clave”: mientras las mayorías estaban encerradas en sus casa, sin saber cómo sobrevivir, hubo quienes tenían todo resuelto y continuaban cobrando sus ingresos sin tener que atravesar ni la angustia ni la incertidumbre que otros debieron padecer. “Quizás esto explique, según me decía él, por qué son muy pocos los que enfrentan los despidos de funcionarios públicos que el gobierno de Milei ha llevado adelante”.
Todo lo que venimos comentando hace que aquella afirmación inicial “los militantes sociales y políticos estamos viviendo tiempos de confusión, dolor, perplejidad, desconcierto…”, sea más bien la comprobación de que registramos bastante bien la realidad que estamos atravesando.
Hay algunas “claves” que deberíamos tener en cuenta al mirar para adelante. Milei y su banda, lograron sacarnos del tablero de juego o de la cancha en la que jugábamos. Seguir jugando como si estuviéramos “en cancha” es, lo menos, bastante ingenuo. Podemos hacer miles de críticas a sus políticas perversas o llenarlo de causas judiciales -y seguramente haya que hacerlo- pero creo que no encontraremos por ahí la salida verdadera a la crisis que vivimos. Podemos sacarlo a Milei y, en este contexto vendría otro parecido o peor.
La pregunta, insinuada más arriba, sería: ¿qué tenemos diferente para ofrecerle a nuestra sociedad? ¿Otro Alberto Fernández? ¿Otro Sergio Massa? ¿Otro Macri? ¿Otro Rodríguez Larreta? Por supuesto, no se trata de nombres… La pregunta es mucho más profunda y tiene que ver con el tipo de sociedad que queremos y los caminos para construirlo.
Si lo que tenemos que proponer no modifica las reglas de juego y garantiza efectivamente que algunas cosas cambien estructuralmente, no podremos generar ninguna adhesión popular que sostenga alternativas políticas diferentes. (No es raro en Colombia, Brasil o México, países en donde gobiernan otros dirigentes que en general los militantes valoramos y envidiamos, encontrar personas de esos países que nos dicen, ante nuestra estupefacción, “qué suerte que tienen ustedes que los gobierna Milei”.
Las sociedades del mundo entero han sido atrapadas por este “COVID” del individualismo egoísta y el sálvese quien pueda. Y nos encontramos por todos lados con personas que militantes de las “antivacunas democráticas”. Terraplanistas políticos que vuelven a mirar hacia el fascismo o la violencia con impotencia o simpatía.
Nuestra situación relativa para poder enfrentar estos desafíos es muy delicada. Además, al pensar diferente, somos considerados o “anticuados” o “peligrosos”. Y no pocas veces los que tienen el verdadero poder no dudarán en silenciarnos con cualquier método y motivo.
Los militantes hemos escuchado o dicho muchas veces que no se puede hacer un mundo más justo si los ricos no “pierden” un poco para que los pobres vivan mejor… Siguiendo esta línea de pensamiento, creo que una de las cuestiones centrales que han promovido las “democracias fallidas” han sido, como ya lo hemos dicho varias veces a lo largo de este escrito, los privilegios. Creo que quienes se propongan pensar una propuesta diferente para nuestros pueblos y se comprometan a llevarla adelante, tienen que empezar a renunciar a vivir con privilegios que los destinatarios de sus propuestas no tienen. Si no, no conseguirán las adhesiones que procuran. Lamentablemente dudo que haya muchos que estén dispuestos a hacerlo pero…
Quizás tampoco sea necesario que sean tantos…