A medida que avanzan los conflictos en Ucrania y Medio Oriente, se vuelve cada vez más evidente la interrelación estratégica entre ambos frentes de batalla. La escalada militar en el sur de Ucrania y la tensión explosiva en Palestina y ahora en la frontera entre Israel y Líbano —amplificada por la represalia iraní— son, en esencia, guerras por delegación.
Estados Unidos, respaldado por sus aliados europeos, sostiene ambos conflictos a través de un suministro masivo de armas, inteligencia y apoyo financiero, con el objetivo no declarado de cercar y debilitar a sus dos mayores adversarios regionales: Rusia e Irán. Este apoyo indirecto, sin embargo, está llevando a Washington a una implicación directa y creciente, lo cual abre la posibilidad de una conflagración global de consecuencias imprevisibles.
La convergencia de los conflictos: Ucrania y Medio Oriente, dos frentes con un mismo objetivo
El 1 de octubre de 2024 marcó un punto de inflexión. Israel no solo intensificó su campaña genocida en Gaza y Cisjordania, sino que avanzó en una ofensiva terrestre en el Líbano. Esta incursión fue respondida rápidamente por Irán, que lanzó cientos de misiles balísticos sobre objetivos militares israelíes, en represalia por el asesinato del líder palestino Ismail Haniyeh meses atrás.
Paralelamente, en Washington, el presidente ucraniano Volodymyr Zelenski realizaba una gira por EE.UU. y Europa para promover su llamado «Plan de Paz», una propuesta que, en lugar de apuntar a una resolución, busca una intervención más abierta de la OTAN. En el frente oriental de Ucrania, las fuerzas rusas avanzan sin tregua, aprovechando una falta de coordinación y de equipamiento crítico en el ejército ucraniano, una situación que Zelenski intenta compensar solicitando recursos cada vez más sofisticados de sus aliados.
Ambos conflictos se alimentan de una red de respaldo occidental que, sin embargo, podría estar llegando a su límite. La cantidad de recursos y el nivel de involucramiento necesarios para sostener simultáneamente a Ucrania e Israel han generado costos financieros y políticos que empiezan a hacer mella tanto en Washington como en las principales capitales europeas. La capacidad de estos países para mantener una doble confrontación en el largo plazo está siendo cuestionada, tanto por sus propios sectores internos como por analistas internacionales que consideran que, sin el apoyo externo, tanto Kiev como Tel Aviv tendrían dificultades significativas para mantener sus ofensivas.
EE.UU.: De «guerra por delegación» a un conflicto directo
El involucramiento estadounidense en estos dos frentes ha escalado de forma sustancial en el último año, pero en el último mes se ha tornado aún más palpable. El 21 de octubre, el Secretario de Defensa Lloyd Austin confirmó la instalación de una unidad del sistema antimisiles THAAD en Israel, respaldada por un destacamento de 100 soldados especializados para su operación. Este sistema, altamente sofisticado y costoso, constituye una defensa estratégica frente a misiles balísticos, y su instalación, junto con el despliegue aeronaval de EE.UU. en el Mediterráneo Oriental y el Mar Rojo, muestra una preparación ante posibles enfrentamientos directos en la región.
El 15 de octubre, el Pentágono desplegó bombarderos B-2 Spirit en una misión de precisión sobre Yemen, utilizando bombas anti-búnker GBU-57 MOP contra instalaciones hutíes, una operación extremadamente costosa y compleja. Este tipo de despliegue no solo eleva la participación estadounidense a un nivel de intervención activa, sino que también prepara el terreno para una posible intervención contra Irán. Tanto Arabia Saudita como Emiratos Árabes han negado su espacio aéreo para una intervención directa contra Irán, lo que aumenta las posibilidades de una respuesta regional escalonada, que podría desestabilizar todo el sur de Rusia y generar tensiones difíciles de manejar entre Turquía y las monarquías del Golfo.
Una Europa dividida y bajo presión
A medida que la administración Biden intensifica su apoyo en estos dos conflictos, la posición europea se ha vuelto cada vez más compleja. La reciente cancelación de la reunión del Grupo de Contacto con Ucrania, anunciada el 9 de octubre, es un síntoma de los desacuerdos en el seno de la OTAN. Este grupo de coordinación, que incluye a ministros de Defensa de la alianza atlántica y sus socios externos, se había convertido en un espacio clave para alinear los esfuerzos de apoyo militar a Kiev. Sin embargo, la suspensión de esta instancia refleja la frustración de ciertos miembros, que consideran que el esfuerzo por sostener a Ucrania está alcanzando un costo económico y político insostenible.
La administración Biden, con las elecciones presidenciales de 2025 en el horizonte, enfrenta una encrucijada que podría determinar el curso de estos conflictos. La continuación de las políticas actuales implica asumir el riesgo de una escalada que podría arrastrar a Estados Unidos a una guerra abierta en dos frentes simultáneamente, una situación que rememora las tensiones previas a la Segunda Guerra Mundial. Alternativamente, un repliegue estratégico podría darle a la administración la flexibilidad necesaria para reformular su postura en Medio Oriente y Europa del Este, aunque a costa de ceder terreno en ambos frentes, un costo que difícilmente aceptaría el bloque militar-industrial estadounidense.
El umbral de una nueva conflagración global
Frente a esta realidad, el mundo se encuentra en una situación de alerta, con múltiples focos de tensión que amenazan con desbordarse en un conflicto global. Los costos humanos y materiales aumentan día a día, y la posibilidad de una resolución pacífica parece cada vez más lejana. La decisión de Estados Unidos y de sus aliados europeos en los próximos meses podría definir si nos dirigimos hacia un conflicto de escala mundial, o si existe aún una ventana para una diplomacia que, aunque débil y demorada, podría evitar el peor de los desenlaces.