Alexander Hamilton, Convención de ratificación de Nueva York, discurso del 22 Junio 1788.
1. Los jueces supremos se niegan a hacer cumplir la Constitución que reformaron en 1994.
Tanto las guerras judiciales autodestructivas como un juicio político imposible dieron paso a un silencio supremo habilitante y a un acuerdo transversal de encerrar a la sociedad argentina, a sus dólares y a sus recursos, en un coto de cacería financiera y comercial, en un desarmadero ilegal a cielo abierto tolerado por las elites judiciales.
La sociedad se autodegrará hasta desconocerse y la elite la saqueará aprovechando que la oposición performativa está cumpliendo su rol testimonial de indignarse en pantallas mientras sus operadores históricos co-gobiernan en las segundas líneas. Es extraña la gestión de un Gobierno que expulsa tanto a sus legisladores como a sus funcionarios porque sabe que puede contar con la colaboración de los funcionarios, legisladores y operadores judiciales de sus supuestos opositores.
De esta forma, la Argentina se dirige paso a paso hacia su próxima tragedia histórica para superar a la última dictadura corporativo-militar. Lo peor está por venir. Con todas las distancias y diferencias, cabe recordar que la pobreza en 1970 era aproximadamente del 5,7 por ciento. Los datos actuales de desempleo, recesión, destrucción de fuentes de trabajo, cierre de pequeñas empresas, pobreza e indigencia, entre otros datos, no alarman a nadie en la clase política partidaria ni la impulsan a cambiar su pasividad y sectarismo. Todo parece indicar que la insensibilidad del sistema político es mucho mayor hoy que en aquella década.
Muchas víctimas de pasadas injusticias se vuelven activas colaboradoras de futuras atrocidades gestándose. Los hijos que sufrieron el mal absoluto colaboran en la gestación del nuevo mal absoluto. Dado que los procesos colectivos licúan las responsabilidades individuales, luego el poder judicial indicará a quién culpamos en un proceso atomizado y totalmente recortado de una realidad compleja imposible de traducir o entender en un miope expediente.
La degradación institucional tiene un correlato social en cada uno de los barrios donde la destrucción del Estado y la presencia de organizaciones sociales es reemplazada por organizaciones de otro tipo. Ya sea a través de una desintegración social por goteo, colapsos descentralizados y la entrada de actores externos propios de un Estado fallido que se destruye a sí mismo, todo indica que nadie quiere detener ese proceso con acciones concretas.
Las intuiciones de la sociedad son correctas, sus acciones son autodestructivas. La sociedad tiene una bronca legítima, su traducción en acciones la hunde en la irracionalidad colectiva. En lugar de empatizar, de escuchar esas intuiciones de frustración y bronca, que tiene razones evidentes y emociones palpables, la clase política prefiere llamar “desquiciados”, “subnormales”, “lúmpenes” y demás epítetos a parte de la sociedad que ellos fracturaron y frustraron. La oposición se niega a hacer política mientras mantiene sus negocios en la política.
Parte de la sociedad tiene una desconfianza cívica, una apatía disciplinada con la política incluso cuando eso sea fuente de su sufrimiento y otra parte se apasiona con la épica antipolítica. La clase política no deja de demostrar la diferencia de clase que tiene con la enorme mayoría de la población y así habilita al Gobierno a seguir en sintonía mesiánica con el malestar social.
Toda esa degradación deja tanto a la democracia como a la misma Constitución en estado vegetativo. En el pasado los mecanismos de la excepción eran actos de fuerza (Golpe de Estado) y abusos de mecanismos constitucionales (intervenciones federales, Estados de sitio, leyes marciales, detenciones ilegales, etc). En la actualidad, la fuerza está en otro lado y quizás la constitucionalización de la emergencia (Art 76) y de la necesidad y urgencia (Art 99 inciso 33 de la Constitución Nacional) tengan que ver con este nuevo escenario excepcional abierto por la reforma constitucional de 1994. El poder presidencial excepcional y la falta de control institucional de Milei tiene su reconocimiento explícito en el Pacto de Olivos y en estos 30 años posteriores a la reforma.
El Gobierno podría reformar la ley 26.122 o vetar su intento de modificación en el Congreso. La supremacía presidencial, apoyada por los silencios supremos y por un bloque económico ya difícil de identificar de forma nítida, derrotó a la supremacía constitucional. Sus falsos guardianes, los jueces, son garantes últimos de esta anomia perversa y están esperando que cambie la correlación de fuerzas para volver a un moderado populismo judicial que quizás hasta extrañan.
Es muy triste ver transmutar una hipocresía pomposa en un cinismo decadente de aquellos que trabajan hace décadas legitimando a jueces supremos. Se los ve criticar pública y selectivamente a ciertos jueces de la Corte Suprema con los que tuvieron o tienen acuerdos privados a nivel operativo, editorial, académico, un pasado partidario, una afinidad empresarial, una promesa incumplida, una traición imperdonable, una herida narcisista, una alianza circunstancial en el Consejo de la Magistratura o hasta causas esperando ser resueltas en la propia Corte Suprema.
La decadencia institucional es diferente a la decadencia social, la pobreza institucional contrasta con la dignidad de la pobreza social. Cualquier persona que duerme en la calle o que revuelve la basura tiene infinitamente más dignidad que cualquier Juez de la Corte Suprema actual que reformó una Constitución que claramente está siendo violada por una gestión tan caótica como cínica. Esta es la primera generación de convencionales constituyentes -o asesores de convencionales- que activamente destruye la Constitución que reformó, y así dejan que abiertamente se empobrezca a una sociedad en un contexto global cada vez más distópico.
2. Vetar a través de decretos y otros artilugios legales.
La Corte, como cabeza del poder judicial y actual agente bajo control del Consejo de la Magistratura, es la que habilita a una elite eugenésica a concentrar y fugar, a empobrecer provincias y a sus poblaciones. Sus instrumentos legales y constitucionales son tan variados como de dudosa calidad: megadecretos, delegaciones suicidas, reglamentaciones inconstitucionales, decretos usados para vetar, desfinanciamiento, cláusulas de déficit cero y otras trampas legales. Con una legalidad de dudosa calidad ellos obtendrán la seguridad jurídica que la sociedad argentina nunca tuvo en toda su historia.
Todas esos artilugios tendrán otra batalla y posiblemente otro diseño tramposo con el dictado de la ley de Presupuestos para el 2025. La imaginación de los abogados es poca pero siempre se incentiva con el color de la esperanza. Una generación de abogados están a merced de los economistas que vienen a destruir mercados y concentrar un capitalismo de amigos que será cada vez más feudal. Los que estén dentro de ese barrio privado, de ese club de privilegiados vivirán una estabilidad artificial, una burbuja selecta. Para el resto, la descomposición de lo público.
En este contexto, la Corte concede los silencios supremos, incluso cuando quizás siga teniendo un caso histórico sobre la inconstitucionalidad de la Ley 26.122. Sabemos que el sueño de los justos no existe y solamente tenemos la pesadilla de los supremos.
A esos silencios supremos, le sumamos un megadecreto todavía vigente y una ley de delegación que sin quórum en el Senado no podía ser aprobada. A todas estas evidentes regresiones institucionales, políticas y económicas, sumamos una innovación constitucional más: el decreto masivo que veta, deroga, anula o reforma legislación en bloque.
La Comisión Bicameral que revisa decretos no funciona por un pésimo diseño tardío en 2006 (Ley 26.112) y por falta de voluntad política del sistema político durante casi 20 años. Eso asegura que se pueda hacer una suerte de veto posterior masivo sobre legislación nacional y borrar institutos nacionales, reformar artículos molestos y desarmar organismos con roles relevantes para sectores sensibles de la economía.
Dado que no hay un sistema de control de decretos, ni político ni judicial, se puede hacer muchas cosas abiertamente inconstitucionales. Los controles judiciales posteriores serán meras autopsias de hechos consumados y los efectos políticos de un control bicameral potencial no pueden afectar las relaciones jurídicas nacidas de dichos decretos. O sea, la supremacía constitucional es vencida por la supremacía de la excepción presidencial.
El problema no es que el Presidente regule el acceso público a la información de manera restrictiva e inconstitucional sino que no existen frenos ni contrapesos. No hay instituciones republicanas de freno al poder. Quizás el decreto ni siquiera fue redactado en la Casa Rosada sino en un estudio jurídico que traduce a legal cosas ilegales. Ni los jueces inferiores ni la Corte van a cambiar eso. Es más, puede haber un freno judicial o político acá o allá, pero mientras el Presidente viola sistemáticamente derechos y no cumple sus obligaciones hace diez meses, los frenos son artesanales y aislados. Tenemos violaciones sistemáticas y frenos artesanales, se quiere detener un tsunami de regresiones con un paraguita de papel.
La elite sádica que desplazó a una elite hipócrita tiene una sintonía fina y misteriosa con la sociedad. No es necesariamente unitaria o porteña porque eso implicaría un amor por el puerto de Buenos Aires y su ciudad que también será transformada en una necrópolis con recursos. Su identidad es más bien una incógnita. Para la sociedad empobrecida y para las diversas poblaciones provinciales en su extensión federal es una elite eugenésica con un plan de purgar, concentrar y fugar.
La prácticas de purgas las iniciaron y fomentaron los progresismos reaccionarios con las cancelaciones y demás formas de persecución organizada y frontal en nombre de una falsa superioridad moral. Las elites eugenésicas aprendieron con el progresismo a delegar en la sociedad fragmentada su propia autodestrucción, su canibalización con guerras culturales que serán también materiales. La inseguridad y la ausencia de Estado generarán que esa guerra entre pobres y empobrecidos haga su trabajo delegado. Esa decadencia social necesita de un impulso presidencial que tanto el sistema político como las dos elites judiciales observan pasivamente.
Ya casi no tenemos líderes políticos sino celebridades políticas que van a canales de streaming a repetir lo que vienen diciendo hace años sin resultados. Quieren fundar una religión en las pantallas que vieron nacer y consolidarse al mismísimo profeta del descontento.
No vivimos ya en una sociedad donde virtud y honor sean valores reales sino valores simulados para audiencias adictas a la distracción. Más allá de ser el personaje estrella de un exitoso espectáculo de Broadway, Alexander Hamilton lo supo en carne propia porque murió en un duelo por su honor con Aaron Burr, el vicepresidente de Thomas Jefferson en 1804. La sociedad del honor dio paso a una sociedad de víctimas, de personas performando virtud y crueldad, a veces como víctimas y a veces como victimarios, a veces como una mezcla de ambos.
Los valores sociales que tiene una sociedad que se pretende democrática, con una Constitución como freno al poder arbitrario de todo tipo, requieren una difícil traducción institucional. Esos valores en tiempos de nihilismo performativo y desesperación profunda son los que debemos traducir en acciones más allá de las pantallas, en instituciones políticas que nos ayuden a evitar saltar al vacío. Más allá de las retóricas y los discursos de trinchera, el sistema político y judicial parece colaborar con el Gobierno para tocar como una orquesta decadente las partituras de un tango macabro con el que bailan la desesperanza y la desmemoria.
Lucas Arrimada da clases de Derecho Constitucional y Estudios Críticos del Derecho.