La historia de una empresa láctea en pleno avance y dirigida por una madre y sus hijas

Con sus quesos agroecológicos y orgánicos, El ABascay gana lugar en los mercados , sin escaparle al desafío del novedad y el riego.

 


Lograr notoriedad y reconocimiento no es algo habitual. Y menos en solo tres años de existencia. Entre los muchos factores para conseguirlo están lo aleatorio (un golpe de suerte) o lo concreto (ofrecer productos o servicios excepcionales).

En el caso de El Abascay, la fábrica de quesos que llevan adelante Rosario López Seco y sus hijas Consuelo, Lucía y Josefina Maffía desde el campo de Brandsen que Rosario posee desde principios de los 2000, claramente se impuso lo segundo.

Y quien lo cuenta es Consuelo, mano derecha de Rosario, mientras contempla el campo donde se desperdigan las vacas Holando y Jersey que dan la materia prima para la elaboración de los productos de El Abascay.

La historia de la empresa (también del campo y el tambo que son su origen), que hoy cuenta con certificaciones agroecológicas y orgánicas para sus productos, arranca en la década del 50, cuando Mario, padre de Rosario y abuelo de Consuelo, comenzó con la actividad.

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En Escena, Consuelo Maffía.

El hombre llegó a tener dos mil hectáreas, seis tambos, una fábrica de productos lácteos y diez hijos. Cuando murió, en 1991, aquella fábrica llevaba décadas cerrada, pero los tambos estaban activos ya que luego de la quiebra de su emprendimiento continuó vendiéndoles leche a los grandes de la industria. Tras su muerte, algunos de los hijos siguieron trabajando esas usinas de leche y otros se abrieron, pero el negocio familiar siguió funcionando.

“Hace más de 20 años que mi mamá está trabajando. Ella tenía otra actividad y luego se unió. Después, cada uno se fue independizando hasta que quedó ella sola”, narra Consuelo. “El campo original fue loteado y a mi mamá le tocaron 160 hectáreas y un tambo. Ahora tenemos esas 160 y le alquilamos a una tía otras 180, que están productivas. Yo me incorporé hace cinco años.”

Cuenta que los animales pastorean todos los días en el campo y su plan de nutrición se completa con alimento balanceado orgánico. Y agrega que la única actividad paralela es un gallinero con gallinas libres que producen huevos. “A la noche duermen en el gallinero, pero más que nada por una cuestión de seguridad. Esa es nuestra filosofía.”

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CUANDO PERDER ES SINÓNIMO DE CRECIMIENTO

Lo fortuito también jugó su papel en esta historia. En agosto de 2020, Rosario y Consuelo comenzaron a tener conversaciones con una empresa gigante de lácteos, que era cliente de su abuelo hacía mucho tiempo. “Ellos ya nos compraban la leche y un día nos dicen que quieren lanzar una línea de productos orgánicos. En ese momento estaba bueno porque nos pagaban un valor más alto, por ser leche agroecológica».

«Después de pensarlo dijimos que sí: no teníamos nada para perder y además estaba su respaldo. Obviamente era todo un desafío, pensá que mi mamá venía trabajando con el mismo sistema de mi abuelo: le vendía al camión que pasa levantando leche de diferentes tambos. Y cuando llegó esa propuesta, nosotros ya veníamos con la elaboración de quesos, pero dos veces por semana, todavía no teníamos nada muy armado. Y tampoco teníamos plata para hacer una gran inversión, era todo muy a pulmón, haciendo pequeñas producciones, probando.

Pero la ilusión duró poco: “Después de un par de meses de embarcarnos nos avisaron que la empresa se bajaba del proyecto y que nos iban a seguir comprando la leche, pero al precio de la convencional. Obviamente, como los costos son mucho más altos, no nos servía. Les pedimos que durante seis meses nos siguieran pagando el valor acordado, como para que nos acomodáramos, y en tiempo récord pedimos un crédito en el Banco Nación con el fin de comprar una camioneta grande para transportar los productos refrigerados».

«Luego tuvimos que armar una cámara de quesos frescos y otra de maduración, contratamos gente para poder vender la leche y colocar toda la producción, lo que era un gran desafío porque son tres mil litros diarios los que elaboramos. Así que en esos primeros meses nos tuvimos que acomodar como pudimos, y ya en julio de 2021 empezamos a procesar toda la leche para nuestros quesos”.

–Es decir que el infortunio finalmente fue un impulso.

–Absolutamente. En un punto eso nos hizo dar el paso y largarnos. Hasta ese momento la producción era chica, para unos pocos clientes. Al principio elaborábamos las dos solas, yo cargaba la camioneta y me iba a Buenos Aires a entregarles a los tres clientes que teníamos una cantidad que para mí en ese momento era un montón.

Empezamos haciendo queso cremoso y después el Campeche, un semiduro que lo llamamos así en homenaje a mi tío, el hermano de mi mamá, que además es ingeniero agrónomo y siempre nos ayudó y estuvo presente, muy compañero de mi mamá. Arrancamos con esos dos y después fuimos incorporando.

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–¿Y cómo aprendieron a elaborar?

Mi mamá y sus hermanos habían tenido fábrica, que también se fundió (se ríe). Ella ahora más que en la elaboración está en las ventas y la parte administrativa, pero alguna noción tenía. Y yo después hice un curso acá, en Brandsen, bastante básico, con un quesero local. Luego fue mucho prueba y error. Sumó algo de conocimiento un tractorista que trabajaba con nosotros, así que entre el tractorista, mi mamá y yo arrancamos. Cuando se cayó el acuerdo ya habíamos agrandado un poco la producción.

Los quesos duros llegaron un poco después por el tema de la maduración; al principio los vendíamos re frescos porque no teníamos espacio para hacerlas, y también porque no teníamos respaldo financiero: tener un queso dos meses en cámara es plata que está parada.

Ahora tenemos un montón de productos: hacemos halloumi, manteca (que nació medio por accidente y ahora es un éxito), el Campeche, gouda, sardo, sbrinz, unos quesos saborizados, tybo, port salut descremado; nuestra idea siempre fue hacer los quesos que consumimos en nuestras casas. Los quesos argentinos, pero bien hechos. También elaboramos un dulce de leche del que estamos orgullosas.

–El año pasado se largaron con dos productazos: el cuartirolo y el queso en flor.

–Sí, estamos muy contentas con eso. El Cuartirolo Porteño es una idea que surgió conversando con Julián Díaz (N. de la R.: dueño del 878, Los Galgos y La Fuerzauna vez que vino de visita al campo. Me decía que faltaba un buen cuartirolo en el mercado y ahí empezamos a desarrollar un producto en conjunto con él y todo su equipo.

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Después de varios meses de trabajo llegamos a un queso de 350 gramos, con un agregado de crema diferente al resto de los cuartirolos y con el detalle de la fécula en la corteza, que es una práctica antigua y nosotros usamos como un puente emocional que remite a esa época de los viejos cuartirolos. En realidad el original lleva leche entera y nosotros le hicimos ese agregado para que sea más cremoso y funda mejor.

Y después hicimos el queso en flor, que es un queso semiduro al que en la última etapa de maduración se le pinta la corteza con aceite de oliva y cera de abeja y luego se le pegan flores secas de aciano (una flor violeta que se da mucho en el sur), caléndula y pétalos de rosa. Transfieren aroma, dan una estética totalmente distinta e incluso se pueden comer.

Es ideal para postres; es más, hicimos el lanzamiento junto a [la chef] Toti Quesada, lo servimos con unas tostadas con frambuesa y quedó increíble. Puede ir también a una tabla de quesos. Es el primer producto de una línea que llamamos Fuera de Serie, sale en hormas de tres kilos o envasado en paquetes de 300 gramos. La idea es seguir desarrollando la línea con otros quesos.

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–Por estar hace relativamente poco en el mercado lograron un reconocimiento destacable, sobre todo entre los cocineros. ¿Cómo se dieron a conocer?

–Empecé a escribirle a la gente, de caradura. Uno de los primeros fue Julio Báez, el chef/propietario de Julia y Franca, porque yo había trabajado con él hacía unos años. Le conté del proyecto y le pregunté si le podía llevar unas muestras. Dijo que sí y enseguida empezó a comprar la manteca. Además él usa nuestra crema, y mucha gente empezó a escribirnos porque la había probado en Julia. También nos ayudó mucho con la difusión el periodista Rodolfo Reich. Y después llegó el boca a boca, empezaron a comprar y recomendar otros cocineros y así fuimos creciendo.

–La última, ¿por qué el nombre El Abascay?

–Abascay es el arroyo que atraviesa el campo donde se inició mi mamá. Después se mudó de tambo y quedó el nombre. También describe un poco el concepto: un proyecto que arrancó hace años y sigue su cauce. La idea es esa: que siga creciendo y transformándose. Entre mis hermanas, mi mamá y yo logramos, de a poco, transformar algo que ya tenía una estructura en un proyecto con otros horizontes y valores.

Fotos: Magali Polverino, Ana Gilardone y Paula Mazzeo