El intento de golpe en Brasil y las responsabilidades del ex presidente. Por Guilherme Casarões*

En su camino a la presidencia, Bolsonaro supo aprovechar las emociones de la gente. Unió a millones de brasileños movilizando elementos de odio, miedo y resentimiento, y les ofreció algo contra lo que luchar: el comunismo.


El asalto a los tres principales símbolos de la república brasileña -el tribunal supremo, el congreso nacional y el palacio presidencial- es el tipo de acontecimiento que podría marcar la historia del país. Aunque Brasil ha pasado por golpes militares y agitación social desde su independencia en 1822, nunca antes los brasileños habían sido testigos de un desprecio tan generalizado por las instituciones políticas.

Esta es una historia que comienza alrededor de 2018, cuando Jair Bolsonaro -entonces un diputado sin brillo conocido por apoyar la dictadura militar y elogiar públicamente a notorios torturadores- lanzó su candidatura presidencial. En nombre de Dios, la patria y los valores familiares tradicionales, el capitán retirado del ejército prometió «drenar el pantano» de la política y marcar el comienzo de una nueva era para Brasil.

En su visión, las políticas estatales ya no serían necesarias. La autoridad política provendría naturalmente de empresarios, líderes religiosos, milicianos armados y, sobre todo, de la figura mesiánica del presidente.

Esta combinación de populismo autoritario y darwinismo social no es nueva. Está en la base de los movimientos de extrema derecha que han cobrado fuerza en todo el mundo en los últimos años. Y arroja luz sobre el fenómeno bolsonarista, ayudándonos a dar sentido al «domingo negro» de Brasil.

El bolsonarismo es un movimiento profundamente antidemocrático que combina elementos de la extrema derecha estadounidense -sobre todo el trumpismo- y la larga historia de desigualdad social y militarismo de Brasil en un lenguaje digital completamente nuevo. WhatsApp y las redes sociales han sido clave para atraer a partidarios que han desconfiado cada vez más del sistema político durante la década anterior.

Esta desilusión popular entre ciertos grupos se ha debido sobre todo a los escándalos de corrupción, a la creciente violencia urbana y a las políticas del entonces -y ahora de nuevo- presidente, Luiz Inácio Lula da Silva, que favorecieron a los más pobres de Brasil.

En su camino a la presidencia, Bolsonaro supo aprovechar las emociones de la gente. Unió a millones de brasileños movilizando elementos de odio, miedo y resentimiento, y les ofreció algo contra lo que luchar: el comunismo.

Socavar la democracia

Al inicio de su mandato, Bolsonaro actuó con decisión para socavar las instituciones democráticas y la capacidad estatal de Brasil con el argumento de que estaba salvando al país del comunismo. Enfrentando a sus partidarios contra enemigos imaginarios, pudo esquivar con éxito las acusaciones de incompetencia, corrupción e incluso crímenes contra la salud pública durante la pandemia de COVID, que mató a casi 700.000 brasileños.

La supervivencia del gobierno de Bolsonaro podría deberse al apoyo leal de una coalición de empresarios, el lobby agrícola, líderes evangélicos y miembros de las fuerzas armadas y de seguridad. Un elemento clave de su estrategia de gobierno fue atacar a quien hablara en contra de los intereses de estos grupos: el tribunal supremo, el congreso y los principales medios de comunicación entre sus objetivos favoritos.

Se ha denunciado que el 7 de septiembre de 2021, día de la independencia de Brasil, Bolsonaro planeaba convocar a sus partidarios para provocar disturbios en las calles de todo el país. La idea era supuestamente justificar una toma del poder militar mediante un estado de emergencia. Sin embargo, los rangos superiores de las fuerzas armadas no dieron un apoyo claro.

Esto no significa que los militares sean inocentes cuando se trata de socavar la democracia brasileña. Al contrario, han hecho caso omiso sistemáticamente de su papel constitucional al participar en política partidista y ocupar cargos civiles en la administración federal.

La secta de fanáticos seguidores de Bolsonaro parece querer que el presidente de extrema derecha de Brasil sea el gobernante absoluto del país incluso sin necesidad de elecciones, siguiendo una interpretación distorsionada de la Constitución. Los militares al menos fingieron que querían que se celebraran elecciones, pero no dudaron en unirse al coro de fraude electoral del presidente.

Preparando el terreno

En octubre de 2022, Bolsonaro se enfrentó a un resurgente Lula en las elecciones presidenciales. Anticipándose a la derrota, el actual presidente pasó meses sembrando sospechas sobre las máquinas de votación y cuestionando la integridad del proceso electoral. La derrota de Bolsonaro por un estrecho margen tras una segunda vuelta le bastó para negarse a reconocer su derrota. Un gran número de sus 58 millones de votantes siguieron su ejemplo.

El silencio de Bolsonaro durante los dos meses transcurridos entre las elecciones y la toma de posesión de Lula parece haber servido como un guiño para reunir a sus partidarios, que bloquearon carreteras, amenazaron a opositores políticos y levantaron campamentos frente a cuarteles del ejército, al tiempo que pedían una intervención militar. Días antes de la toma de posesión, el presidente huyó del país, volando a Florida, dando a entender que su vida corría peligro en Brasil. Sus partidarios parecen haberlo interpretado como una llamada a la acción.

Con estos antecedentes, era sólo cuestión de tiempo que se produjera la versión brasileña de los disturbios del 6 de enero en el Capitolio estadounidense. Parece que los golpistas decidieron actuar tras la toma de posesión de Lula y contaron con la complicidad y la negligencia de las fuerzas armadas y la seguridad del Estado de Brasil.

Fue vergonzoso y chocante ver a agentes de policía sorbiendo tranquilamente agua de coco mientras los manifestantes irrumpían en los principales edificios públicos de Brasilia. Soldados del ejército que deberían haber estado protegiendo el palacio presidencial no hicieron nada mientras los delincuentes destruían o robaban obras de arte, muebles y documentos del gobierno.

Respuesta rápida

La respuesta de Lula ha sido rápida. Emitió un decreto por el que se establecía una intervención militar federal en Brasilia para detener el caos, que hasta ahora ha supuesto la detención de más de 1.500 alborotadores. También estamos asistiendo a una coordinación sin precedentes entre los poderes ejecutivo y judicial para investigar quién está detrás de los ataques a la democracia brasileña.

Para Lula, ahora será crucial identificar y reprimir a los miembros de esta violenta red de extrema derecha. No se trata sólo de los que invadieron los edificios, sino también de los que los financiaron, los que incitaron a las protestas y los que crearon las narrativas responsables del golpismo de los últimos años.

Si la misión de Lula es volver a unir al país, su gobierno debe asegurarse de que Brasil no vuelva a servir de laboratorio para tácticas e ideologías extremistas como lo hizo en los últimos años.

Bolsonaro, por su parte, permanece hospitalizado en Florida tras quejarse de dolores intestinales relacionados con una puñalada que sufrió durante la campaña electoral de 2018. Es posible que se haya distanciado del asalto a los edificios gubernamentales. Pero ahora el debate se centrará en si -y cuándo- volverá a Brasil y, si lo hace, si se enfrentará a cargos por incitar a la insurrección.

 

*Guilherme Casarões es profesor de Ciencias Políticas en la Escuela de Negocios de São Paulo de la Fundación Getulio Vargas (Brasil) e investigador principal del Centro Brasileño de Relaciones Internacionales (CEBRI).