Por Mariano Pinedo
La compleja realidad política que atraviesa la Argentina exige que quienes conducen sus destinos asuman con humildad la enorme dificultad que conlleva transitar estos tiempos y, mínimamente, sean capaces de propiciar ámbitos de discusión institucional aptos, primero, para ver con claridad las distintas y variadas facetas que componen esa complejidad y desde allí, estar en condiciones de decidir un rumbo nacional, muñidos del poder suficiente para sostenerlo en el tiempo.
Dentro de esa realidad, como es lógico, es preciso identificar las tensiones existentes, el conflicto, el sentido que toman esas tensiones y la dimensión del poder que las sustenta: o bien hacia un posible equilibrio -que es lo deseable- o, por el contrario, hacia una situación de profundización de la dominación de los más fuertes sobre los más débiles. En este aspecto, que es jurídico-institucional pero sobre todo político, el rol de la justicia –como virtud y como poder- es determinante.
Luego de transcurrido poco más de un año de gestión y frente a las distintas dificultades que fue teniendo el gobierno de Alberto Fernández en la conformación de una agenda propia, un rumbo y una línea directriz de su política, resulta evidente que el problema principal a resolver es el del poder. La identificación de dónde radica su poder y cómo se construye el mismo, para enfrentar lo que tiene que enfrentar y ponerse del lado del que se tiene que poner, también debe estar acompañada de una correcta lectura de dónde están los nichos del poder que dan amparo a los sectores económicos concentrados, contrarios a los intereses nacionales. Resulta evidente que aquí también el poder judicial entra en el ojo de la tormenta. ¿De qué lado se pone el poder judicial frente a los mecanismos de dominación que el poder económico impone sobre los sectores más vulnerables?
Hasta ahora y sobre todo en estos últimos años ha sido el poder judicial, fundamentalmente en el fuero federal y en gran medida la propia Corte Suprema de Justicia, el ariete principal de la embestida parcial y violenta contra quienes osaron ponerse al frente de la demanda y/o exigencia de soluciones de los sectores populares, intentando equilibrar, aunque fuera un poco, la balanza a favor de los más vulnerables y poniendo en tela de juicio a los privilegios de los poderosos. Tanto en la Argentina como en toda Latinoamérica, los poderes judiciales abandonaron su necesaria y tan declamada imparcialidad y de manera descarada, desvergonzada y carente de pruritos “republicanos”, incursionaron en una estrategia de alianza con los sectores de poder real, fundamentalmente financieros, trasnacionales y en franca disputa con la política, para debilitar a las democracias en donde los pueblos y las naciones toman decisiones soberanas, en beneficio de su propia cultura, idiosincrasia y destino. En esa acción, definida modernamente como lawfare, con activa participación de los pulpos mediáticos y digitales globales, la justicia es responsable de la instauración en los países periféricos, de regímenes neoliberales, con rasgos esencialmente coloniales, extractivistas, endeudadores y profundizadores de esquemas de dominación. Es decir, los jueces –paradójicamente- se convierten en principales responsables de la injusticia, el condicionamiento político y la infelicidad de los pueblos.
Ese panorama, como no puede ser de otra manera, despierta en los pueblos una reacción sabia, intuitiva, pero también peligrosa, que es desconfiar absolutamente de la justicia, sus actores y hasta del régimen legal que invocan para perseguirlo o, en el mejor de los casos, desprotegerlo y dejarlo a merced de los poderosos. Es clarísimo que el Poder Judicial, hoy en día, es el poder mas desprestigiado y sin autoridad del sistema institucional argentino. Su elitismo aristocrático, su corporativismo en defensa de privilegios personales de siglos pre democráticos y su total falta de compromiso en la solución de las problemáticas populares, colocan al sistema en riesgo de quiebre. Es preciso recuperar la confianza del pueblo en ese resorte esencial para la convivencia democrática. La política es la encargada de concretar las reformas necesarias para ello y los jueces deberán retomar su compromiso con el pueblo, identificándose con la virtud de la justicia y no con los privilegios de unos pocos.
Una Nación no puede sostenerse con jueces cuya autoridad esté en tan baja consideración. Gran parte de la obediencia que se espera a las decisiones judiciales, no se sostiene sólo por la posible aplicación de la fuerza que ejerce el Estado, sino que se basa en el prestigio, la independencia y, sobre todo, el compromiso con la administración de justicia en aquellas cuestiones que resultan de la agenda cotidiana y que implican mayor preocupación en la población. La agenda de una justicia reformada, democrática, popular, es aquella que busca reparar, recomponer situaciones de desigualdad, impedir que los más fuertes impongan su voluntad a base de poder fáctico; no proteger privilegios y garantizar la impunidad a los más poderosos, porque así, no hacen otra cosa que consolidar la injusticia.
La reciente renuncia de la Ministra de Justicia Marcela Losardo, y la designación en su reemplazo de un dirigente con experiencia como es Martín Soria, que como ex intendente conoce de los problemas cotidianos de las comunidades, y como legislador nacional de aquellas cuestiones estructurales que traban el funcionamiento de una democracia social, nos coloca frente a la oportunidad de construir una agenda verdaderamente federal y territorial en la cartera de Justicia.
El desarrollo de una proyecto nacional, con protagonismo popular, que incorpore la mirada particular, propia de las culturas locales y regionales, de los hombres, las mujeres, los trabajadores, las familias, las organizaciones sociales, las cooperativas, las PyME, los productores, profesionales, científicos, docentes y toda la complejidad de una riquísima diversidad como es la Argentina, requiere de un sistema judicial que asuma la defensa de los más relegados y que incluya a todos y todas en la posibilidad de decidir y aportar a la grandeza de la Patria.
El desafío de la nueva gestión estará en democratizar la justicia, hacerla cercana, accesible, real. Habrá que trabajar en una mayor presencia física del sistema judicial en los territorios; en mecanismos y procedimientos inteligibles; un lenguaje que deje esa pretensión de exclusivismo incomprensible; una infraestructura amplia, luminosa, amigable, cómoda, no solo para los trabajadores de la justicia y los profesionales que intervienen, sino también para el público que pretende acceder a reclamar por sus derechos. La gestión no solo deberá atender, reformular y procurar garantizar que el servicio de justicia mejore en el ámbito del poder judicial, sino también en el fortalecimiento de una conciencia de ejercicio de los derechos en todos y todas los ciudadanos, sea cual fuera su condición social, sexo, raza, cultura, lugar de nacimiento o posibilidades económicas.
Del mismo modo, el sistema político todo, mas allá de un ministerio, sea quien sea el funcionario a cargo, debe tomar conciencia de que tanto el estado nacional como las provincias, las organizaciones intermedias que interactúan en cada comunidad del territorio nacional, junto a los gobiernos locales, deberán crear cada vez más herramientas y redes de contención, para que la conflictividad social, que existe y siempre existirá, no tenga como único mecanismo de resolución a la justicia penal y el uso extremo de la fuerza del estado. Debemos repensar, y fortalecer todos los mecanismos sociales previos a la intervención final del ámbito penal (ultimo recurso del estado para resolver conflictos): mediaciones, arbitrajes, justicia vecinal de menor cuantía, protección de consumidores, jueces de paz que atiendan la conflictividad doméstica, jueces de familia, civiles y comerciales que atiendan en tiempo y forma, con mecanismos simples y accesibles; prevención de todo tipo de violencia contra las mujeres y atención integral de las víctimas; y cualquier otro mecanismo social comunitario y política publica que atienda a la resolución pacífica de los conflictos que naturalmente tiene una comunidad.
El funcionamiento del Poder Judicial conforme a cánones democráticos y con control ciudadano, define el equilibrio que necesitan los proyectos populares para garantizar un sostenido avance en la concreción de una Argentina justa, integrada y con protagonismo libre de los pueblos en procura de su destino de grandeza y felicidad. Descuidar eso significa renunciar a la victoria y al sueño de una Patria Grande. Nada menos.